Capítulo IV
Agnus umbrae
Con una mezcla entre angustia y cautela, David se acercó al contestador telefónico. Sabía de sobra que no era habitual recibir muchas llamadas al día. Su círculo de amigos no era demasiado amplio y de la familia, aparte de su hermana, casi nunca recibía llamadas. Aun más raro era que en tan corto espacio de tiempo hubieran tratado de ponerse en contacto con él tantas veces. Miró el botón de oír los mensajes y lentamente lo pulsó.
El aparato dio un pitido y comenzó.
Una voz de mujer murmuraba algo al otro lado de la línea. Al poco comenzó a hablar:
-¿David?, ¿David? ¿Me escuchas? –Se produjo un silencio y la voz comenzó de nuevo a mascullar. –Esto tiene que ser uno de estos aparatos del demonio. ¿Estás por ahí, David? Soy Asunción, la vecina de tu madre. –Volvió a quedarse muda en un intento de que quizás así conseguiría hablar con el chico, pero no dio resultado. –Bueno, no sé si me escuchas o no, pero haz el favor de llamarme en cuanto puedas. Ya sabes mi número y no te preocupes por la hora. Adiós hijo.
David no podía creer lo que oía. Sólo había recibido una llamada desde la casa de la señora Asunción un día de hacía dos navidades y tenía su número por si alguna vez ocurría alguna urgencia. ¿Qué podía querer? Comenzó a preocuparse por su madre, pero el contestador volvió a emitir el pitido que anunciaba el segundo mensaje.
-¡David! Soy yo, Asunción otra vez. ¿Me escuchas? Es importante que me llames, por favor. Te estoy esperando. –Y colgó inmediatamente.
El pensamiento de que algo grave le ocurría a su madre se le clavó en la mente con absoluta certeza. Estaba seguro de que algo pasaba, así que sin preocuparse por el tercer mensaje comenzó a buscar el número de aquella vecina en la pequeña agenda que descansaba al lado del teléfono. Mientras lo hacía, sonó el tercer pitido.
-Por favor David, escúchame atentamente. –Era la misma voz masculina del mensaje que había escuchado antes de salir de casa. –No voy a poder hablar contigo con tanta facilidad en adelante ni me podrás llamar al teléfono que te di hasta que no se resuelva todo esto, de modo que préstame atención. Es muy importante para mí y para otra gente que corre peligro. –El dedo índice de David temblaba sobre el nombre de Asunción, al que había llegado casi sin tener que buscar. –Estoy detenido acusado de haber asesinado al sacerdote de tu pueblo. No lo he hecho. Quería contarte algo antes de que esto ocurriera, pues me lo temía. Quizás pienses que no tienes nada que ver y es cierto, pero de algún modo estás involucrado con esto porque viviste el asesinato del padre Damián hace muchos años y quizás seas la única persona a la que puedo acudir a estas alturas. No te dije quién soy porque no queria que pensaras que trataba de engañarte, pero seguramente veas en las noticias el caso. No todos los días detienen a un obispo. –David se quedó de piedra. El obispo detenido y llamándolo a él seguramente desde comisaría, pues la detención se había producido por fuerza antes de la llamada. Se preguntó si era cierto eso de que un detenido tiene derecho a una llamada y si era así, no entendía por qué precisamente a él. Siguió escuchando el mensaje sin dar crédito a sus oídos. –Ya sé que te parecerá raro, pero no tengo mucho tiempo para hablar, así que óyeme con atención, te lo pido por favor. –La voz del que se suponía era el obispo parecía muy sincera, a la vez que desesperada. –Cuando ocurrió lo del padre Damián yo ya era obispo y ya por aquel entonces...
De repente, David oyó un ruído extraño, como de alguien moviéndose detrás de él. Se volvió y vió a un hombre alto vestido de negro. Su cara estaba demasiado cerca para distinguir las facciones con nitidez.
Antes de que lograra enfocar la mirada, notó un movimiento muy rápido y sintió un golpe en la sien. Un fogonazo destelló en su cabeza y todo se volvió oscuridad.
Aturdido, con un enorme dolor de cabeza, David se despertó. No podía ubicarse bien. Intentó recordar lo que había pasado mientras se llevaba las manos a la zona del golpe, que le dolía a rabiar. Todo lo que había ocurrido volvió de nuevo a su mente y buscó asustado al hombre que lo había agredido de ese modo tan extraño e imprevisto. No había nadie en el salón y la puerta de la calle estaba abierta. Estaba seguro de que la había cerrado al entrar.
Se levantó como pudo y recorrió la casa buscando algo, no sabía qué. Todo estaba en orden. No faltaba nada en ninguna de las habitaciones y el salón parecía intacto. El hombre que había entrado en su casa no era un ladrón. Volvió al salón. No sabía si terminar de oír el último mensaje o llamar a su madre, pero cuando se acercó al teléfono descubrió que el contestador sí había desaparecido. Había alguien que no quería que supiera algo. Todo le resultaba demasiado desconcertante.
La imagen de su madre volvió a su cabeza. Con toda la confusión había dejado lo que le parecía más importante de lado. Fue a coger el teléfono para llamar a Asunción y buscó la pequeña agenda que hacía un momento, no sabía cuánto exactamente, yacía al lado del teléfono. Tampoco estaba.
-¡Dios! –Gritó. Se miró las manos y las descubrió manchadas de sangre seca. La luz del día comenzaba a palidecer en su ventana. No eran más de las cuatro de la tarde cuando lo golpearon. Miró su reloj. Las siete y cinco.
Se reincorporó y trató de buscar una manera de conseguir el número de la vecina de su madre. No era tan complicado al fin y al cabo. Descolgó el teléfono y se dispuso a llamar a su hermana. Bajo el auricular, con letra pulcra y elegante había una pequeña nota.
No entres en este juego. No te conviene.
El auricular volvió a caer sobre el aparato. David sintió unas náuseas tremendas.