El vértigo volvió a aparecer. Ya sólo quedaban seis escalones, seis peldaños para llegar a lo más alto de aquella inmensa torre que se alzaba en medio de la ciudad como el símbolo de una grandeza pasada, pesada, pisada por el tiempo. La misma que él había poseído y paseado con orgullo durante los últimos años de su vida y que de la misma forma fue pisoteada.


Un peldaño más.


Trató de no mirar hacia abajo. La altura lo hacía estremecerse. El frío viento azotaba su cara y lo hacía temblar. Ya no quería parar. Era una decisión tomada con toda la determinación. Ya no valían los pésames a veces fingidos de los que sentía cerca. Tampoco esa maldita autocompasión que cada día lo sumía más y más en aquel profundo pozo. Había que subir para bajar. Lo segundo no había sido antes el objetivo de su vida. ¿Quién lo iba a imaginar? Ahora volvía a elevarse con la tristeza clavada en los ojos y con la idea de detener la bajada con otra más rápida, más violenta, más cruel quizás. Un punto y aparte. Un punto y final a la amargura que había puesto a su corazón de rodillas.


Cuatro peldaños más.


Y todo habría acabado.


Mientras subía se preguntaba por primera vez si todo cesaría en ese momento. Si quedaría algo, si seguiría quemándose como el papel que ya no quería seguir interpretando. Una nueva ráfaga de viento helado le congeló ese pensamiento en la mente. ¿Y si así quedara todo en suspenso, detenido en ese momento para toda la eternidad? Por primera vez sintió miedo. No le temía a la muerte más que al dolor, como recordaba haber oído decir en una vieja canción.


Un paso más. Levantó un pie. Lo apoyó en el antepenúltimo escalón y con él hizo fuerzas para elevar el otro. La ciudad estaba a sus pies.


Recordó cómo había descubierto sorprendido, sobrecogido, el engaño de unos ojos que ya no lo miraban, que lo atravesaron un día para fijarse en alguien que pasaba por detrás. No había sido necesario volver la cara para ver el objeto de un deseo contenido. No había querido saberle la cara. La verdad la tenía delante y, después de tantos años, conocía cada simple gesto, cada mirada. Era casi imposible que se le hubiera escapado aquello. Su silencio, el silencio ajeno, fueron los testigos del fin de aquellos años. No hubo nada más. Sólo silencio y unas lágrimas que no consiguieron aflorar a sus ojos. Unas lágrimas con sabor a espinas en el fondo de su garganta, de tanto que dolían. Sobraban las palabras. Siempre habían sobrado. La misma complicidad que siempre había dado por hecho el amor sin necesidad de palabras era la que ahora lo condenaba al olvido. Unos ojos que se posaron, ya sabios y culpables, en una sombra que pasaba a sus espaldas. ¡Maldita sea! ¿Cómo había estado tan ciego?


Un peldaño más. Un escalón menos.


Cansado de todo pensó en qué ocurriría si no subiera el último. No había tenido fuerzas para continuar en los dos últimos meses. ¿Por qué iba a cambiar todo en este momento? No tenía sentido.


Dio el último paso y se colocó arriba del todo. Ya no quedaban más escalones. Era como estar en la cima del mundo, en la sima del mundo, encima del mundo. Todo eran contradicciones. El viento lo volvió a azotar en la cara y arrancó unas lágrimas que no tenían nada que ver con el dolor. Miró con los ojos húmedos hacia abajo. Sólo había que dar unos pasos y todo acabaría… o no. La misma duda se volvió a instalar en su cerebro, precisamente cuando ya apenas quedaba nada para ese final casi soñado, deseado, desesperado, desesperanzado. Una idea que nunca antes había tenido y que ahora retenía aquellos últimos pasos.


Miró hacia atrás en el tiempo y trató de vislumbrar el futuro. No cambiaba el color. Comenzó a caminar hacia aquel destino final que había decidido. El aire lo empujaba hacia él, haciéndole tambalearse. Tocó con una mano la barandilla y luego se aferró con fuerza a ella con las dos. Si era difícil, sólo era un instante: un pequeño salto, un momento de valor hecho cobardía, de cobardía hecha valor. El vértigo era sobrecogedor. El vértigo de la altura, el de la hartura. Tanto daba mirar hacia abajo; un paso más, como hacia delante; recorrer el camino de vuelta con la esperanza hecha jirones. La primera opción lo llevaba justo en aquel momento hacia la duda. La segunda hacia la incertidumbre.


Se planteó si había alguna decisión que fuera irrevocable y, por primera vez, se percató, con los ojos llorosos por el frío, de que sólo dar el último paso hacia delante, el último salto, no dejaba más opciones. Soltó la barandilla y volvió la vista hacia atrás. Con paso tembloroso comenzó a desandar el mismo camino que le había llevado a la cima, a la sima. Ya no podía subir más alto. Ya no podía caer más bajo. Comenzó a bajar las escaleras. Al fin y al cabo esos mismos peldaños seguirían allí por si algún día cambiaba de opinión.



Esta entrada está dedicada a Stultifer, al que le prometí hacer algo relacionado con escaleras en agradecimiento al detalle de otorgar la mención de blog del día a este pequeño sitio. Me he retrasado un poco, pero aquí estamos. Gracias.


Resulta difícil imaginarse una oscuridad más completa que la que se ve (¿se ve la oscuridad?) desde un barco en alta mar. Mires donde mires, todo es negro y, si acaso, con su beneplácito, se puede observar cómo la luna se refleja sobre la superficie del agua en ese vaivén caprichoso de miles de puntos de luz que forman una imagen difusa; el resplandor del astro blanco. Hoy no hay luna. Se está vistiendo de nueva.


El cielo se observa en todo su esplendor. Es sencillo imaginarse el porqué de aquellos navegantes que se guiaban por las estrellas, porque allí, aquí, sí hay estrellas; esos pequeños puntos blancos, cada uno con su nombre, que ya casi tenemos olvidados. Las estrellas, la luna ausente y el tenue resplandor que producen las luces del barco, son los que me acompañan en esta solitaria noche en la que no puedo hablar. Lo hago desde el pasado. Ya conozco la sensación de esa oscuridad tremenda, de esa soledad buscada a ratos y de ese sonido de las olas que chocan continuamente contra el casco del barco en movimiento. Podría pasar horas allí en esa nada, aunque noto el frío, varios nudos de frío húmedo y salobre.


Nací junto al mar. Casi toda mi vida he vivido a su lado. Ignorándolo a veces por aquella estúpida razón de que sabía que estaba ahí. Como cuando das a alguien ganado. No, si ya sé que me quiere... ahí está. Es tan hermoso y dulce...pero esos "dados por seguro" son tan peligrosos como las mareas, que vienen y que van, que suben y que bajan y que, a veces, provocan tsunamis del corazón. También lo sé por experiencia.


Me gustaría escribir esto desde ese lugar que relato, pero es imposible. Hablo de lo vivido, pero no puedo hacerlo de este momento. No tengo modo de llegar aquí más que usando recursos técnicos de un diferido que huele a rancio. Lo siento. Sólo sé que he dejado atrás de algún modo experiencias maravillosas, gente a la que quiero, familia, amigos, mi viejo hogar... casi todo, y sin embargo me dirijo con ilusión a un nuevo destino. Queda aún un día para llegar. Un día de mar y de olas cortadas por el buque.


Poco va a cambiar en lo que respecta a este pequeño lugar que tengo y al que me gusta acercarme a dejar cualquier pensamiento. Da igual dónde se esté, pero sé, hoy lo sé, que no hay apuestas que valgan, que nada de lo pensado, de esas premoniciones que de repente vienen a la cabeza, tiene por qué cumplirse. El destino, ese incierto hacedor de misterios, se encargará de todo y si no es él, todo, por su propia naturaleza tiende a cambiar. La entropía de la vida.


Pero el barco continua su rumbo. Llegaré, sé que llegaré, y todos, más tarde o más temprano, conseguiremos alcanzar ese buen puerto. Es sólo cuestión de actitud y de luchar, buscar, moverse, arriesgar. Quizás me siente a esperar si hay una pequeña esperanza. Quizás decida que no va a haber cambios y que carezco del tiempo que la juventud otorga. Pero no es una cuestión de buscar ni de esperar. Lo mejor de la vida llega así, sin más, sin pedirlo, sin que medien palabras de súplica. Casi por casualidad.


Hablo desde la noche cerrada pero sé, estoy seguro, que mañana volverá a brillar el sol, incluso detrás de alguna nube traviesa.


Empieza a hacer frío. El aire y la humedad me calan los huesos. Creo que es hora de guarecerse, pero volveré, ya lo creo que volveré. Desde otro lugar muy distinto. ¿Importa mucho? Nada va a cambiar tanto, pero tampoco nada va a permanecer igual. Ya no.


Saludos desde alta mar.


Escrito la mañana del domingo 18 de octubre de 2009 y publicado en la noche del martes 20 de octubre

El sonido del reloj, incansable (tic, tac, tic, tac) se le clavaba en la cabeza. Llevaba ya más de una hora oyendo el goteo incesante de la misma cisterna que nunca terminaba de arreglar (cloc, cloc, cloc). Cada mañana la olvidaba y cada noche se empeñaba inútilmente en recordar ese pequeño martirio nocturno que se perdía entre los sonidos del día. Desesperado, jugaba al absurdo juego de intentar sincronizar ambos sonidos, que se desacompasaban y cada cierto tiempo volvían a escucharse al unísono. Una sola vez. Luego se perdían los ritmos y había que volver a empezar de nuevo hasta que se volvieran a unir en un solo momento de armonía disonante que duraba lo que dura un instante.


Recordó, sin dejar de llevar el ritmo, los raros días de verano que pasó junto a su amante; aquel hombre maduro al que llegó a adorar y que jamás le dio un minuto de paz con sus incesantes desplantes (hoy no, hoy no, hoy no) en su intento de conciliar la vida vivida y la deseada, y que sólo así consiguió romper el lazo que le unía a él. Nunca se sintió querido por alguien que anteponía la cara vista a la espera que desvestía, poco a poco, de ilusión (di que hoy sí, di que hoy sí) sus cortas horas con él. Aquello había muerto sin apenas haber nacido.


Miró un poco más de cerca y vio los ojos de aquel chico que sólo veía en él un objeto del deseo (más, más, más). Y al que por más que había intentado hacerle ver que estar juntos era algo distinto que lo incluía todo, él no lo comprendió nunca. Esto es lo que le da la chispa a la vida, ¿o es que no quieres sexo? Esa era su única explicación y él, que lo amaba hasta el punto de dejarse llevar por casi cualquier cosa, no quiso darle la importancia que tenía hasta que se sintió como un muñeco de trapo, usado ante la necesidad y olvidado en los momentos en los que no había más que eso. También lo rompió.


Y pensó en la tarde de aquel mismo día. Había hecho lo posible por volver a intentarlo. Había salido a la calle en busca de no sabía qué y aún no sabía lo que había encontrado: un tipo atractivo, pagado de sí mismo y que lo miraba como el que mira un coche nuevo en una exposición (bien, bien, bien). Le había propuesto algo sin complicaciones, sin explicaciones, sin necesidades, sin futuro y él, a pesar del deseo que le producía, se había negado. No quería volver a sentirse un objeto. Mañana será otro día. Pensó. Y acertaba. Al fin y al cabo, el día siguiente sería otro y el siguiente otro muy distinto.


El ritmo del reloj y del goteo de la cisterna volvieron a coincidir de nuevo y de nuevo comenzaron a perder la sincronía. Era un fatídico juego de amor y desamor entre dos sonidos. Se levantó, quitó las pilas del reloj y cerró la llave de paso. Silencio.


Sin duda, mañana será otro día. Volvió a decirse con una medio sonrisa en la boca. Y poco a poco se fue sumergiendo en un sueño pacífico.


Mañana.


Fue su último pensamiento.


Los animales y los niños / The beasts and the children

Ellos, todos ellos, son los herederos de lo que hagamos nosotros ahora.
El fututo es suyo, el mundo es suyo, de los animales, de las plantas y de los niños. El futuro pertenece a la naturaleza Tenemos que luchar para que no se conviertan en víctimas de nuestros errores y enseñar a los niños a vivir en paz con la naturaleza. Ellos serán más sabios que nosotros. Aún estamos a tiempo. Nos (les) podemos dar una oportunidad. Os dejo un vídeo acerca del tema. Espero que os guste.
Música: Bless the Beasts and the Children - The Carpenters (subtitulada al español)

They, all of them, are the heirs of what we do now. We have to fight to free them from our own mistakes and teach the children to live in peace with Nature. They will be wiser than us. We have still time. We can give us (and them) this opportunity. I leave you a video about this. I hope you enjoy it.
Music: Bless the Beasts and the Children - The Carpenters (subtitles in Spanish)


October 15th


Hoy 13 de octubre de 2009 se celebra, creo que por primera vez y a iniciativa de Stultifer, del blog no sin mi cámara, el día de las escaleras. Pidió a los que quisieran, que se unieran a su propuesta y, bueno, más mal que bien, he decidido hacer algo al respecto. Ahora escribo unos parrafitos (cortos, para no agobiar a la peña) y luego colocaré un vídeo "escaleril". Seguro que hoy podréis encontrar muchas y mejores entradas dedicadas a este invento de Stultifer. Para eso, sólo tenéis que visitar su página. Creo que ha puesto todos los enlaces. Ahí queda eso...

Hay escaleras de caracol; sí, esas que se describen haciendo un gesto característico con las manos, como cuando quieres explicar lo que es algo viscoso. También las hay de peldaño ancho o estrecho, alto o bajo, escaleras de incendios, escaleras empinadas, antiguas, modernas, majestuosas, humildes, retro, de todos los estilos arquitectónicos y de cualquier material. Hay escaleras que salvan vidas y otras en las que hay gente que se mata, escaleras de tijeras, de mano, mecánicas; escaleras de color, de piscina, náuticas, escalerillas, escaleras para uso exclusivo de vedettes e incluso hay escalas, por nombrar algunas.

Pero yo en realidad me pregunto si realmente hay escaleras que suben y escaleras que bajan (ahí no cuento las mecánicas, porque con esas más o menos lo tengo claro). Hay veces que observas una escalera y piensas: "anda, mira esa escalera que sube a tal sitio" y sin embargo hay otras veces en las que te planteas que esa misma escalera u otra bajan a no sé dónde. Pero en realidad, digo yo, la escalera ni sube ni baja la pobre, que siempre está ahí para lo que le digan. Somos nosotros los que nos empeñamos en darles el uso que mejor nos convenga. Por eso la subjetividad de las escaleras, o la nuestra, vete a saber, porque ellas nunca han sido engañosas, pero nosotros sí que somos a veces un poquito tercos con nuestras percepciones. Las ideas fijas, digo yo.

En fin, que yo hoy voy a dedicar esta entrada a las escaleras que suben, pero no a las que suben al quinto, por poner un ejemplo, sino a esas que te llevan al cielo (no al cielo de morirse, claro, sino al de estar bien, al de encontrarse... digamos... guay). No sé si me ha salido, pero he usado un muestrario de fotos y lo he ilustrado en el vídeo con una canción que creo más o menos adecuada, rompiendo por primera vez la regla de usar vídeos en este blog. Espero que os guste. ¡Feliz día de las escaleras!

Stairway to heaven. Escalera al cielo.


Y de tus ojos al mar

sólo hay vacío y silencio.

Del mar a mi soledad,

un océano de sueños.


Isaac dejó caer el bolígrafo sobre la mesa tras leer lo que había escrito. Una lágrima recorría su mejilla derecha. Aún no podía creer lo que había sucedido y se empeñaba, día tras día, en escribir cartas que sabía que no llegarían jamás a ser leídas. El rencor y la terquedad de Manuel no eran algo nuevo para él y estaba convencido de que aquellos mensajes que había enviado de todas las maneras posibles no habían sido abiertos ni leídos por su destinatario. Aun así se empeñaba en seguir intentándolo. Era como hablarle. Deseaba contarle cómo se sentía y seguía esperando una explicación a algo que no entendía.

Con el rostro húmedo de dolor, releyó ese primer poema que había escrito en todo aquel tiempo y se preguntó qué había querido decir él mismo con ese mar y ese océano. Cogió el folio donde lo había escrito y lo arrojó a la papelera. Ya iba siendo tiempo de cambiar las cosas.

Revolvió entre sus papeles y encontró uno de los poemas que Manuel le había dedicado. Él sí amaba la poesía y conseguía transmitir un sentimiento que había conquistado a Isaac desde casi el primer día. Lo leyó en voz baja.


Lo que tus ojos no dicen

lo expresan tus dulces manos,

lo que no cuenta tu boca

me lo susurra tu llanto;

esa paz que me provoca

el acercarme a tus labios.


Estaba escrito en una servilleta de papel. Isaac recordaba el momento en el que lo hizo. Fue en un instante, mientras él se levantaba a pagar en el bar. Al volver, Manuel, sonriente, le entregó el trozo de papel y él lo leyó con lágrimas contenidas. Volvió a mirar a Manuel, que seguía sonriendo e hizo un gesto interrogativo con los hombros.

-Son sólo unos versitos. –Dijo Manuel con una sonrisa pícara en sus ojos.

-No. Son mucho más que eso. –Isaac se sentía abrumado. –Casi me haces llorar.

-Anda, no me seas bobo, guapito. –Manuel tenía la costumbre de llamarlo así, guapito.

-Me tienes loco y lo sabes. –Musitó Isaac con la mirada seria.

-Y tú a mí, pero pon una sonrisita, hijo. Parece que te haya hecho una esquela en vez de una poesía.

Isaac sonrió. Desde que había conocido a Manuel, cuatro meses antes, su vida había cambiado por completo. Se veían casi todos los días y pasaban juntos la mayoría de las noches. Era la primera vez que amaba a alguien de ese modo y le resultaba imposible imaginar una vida sin él.


Ahora estaba solo.


Recogió todos los papeles desperdigados sobre la mesa, se vistió y salió a la calle. No podía soportar más la presión de verse allí encerrado dando vueltas siempre al mismo tema. Tenía que escapar, evadirse, encontrarle una solución a su callejón sin salida.

Con la mirada perdida caminó por las calles transitadas de gente que iba y venía y llegó a los cines. Estudió las películas que había en cartelera y se decidió por una de corte fantástico, de esas que prometen entretener sin hacer pensar apenas. Compró su ticket y entró en la antesala, a la espera de que comenzara su sesión en media hora.

Miraba distraídamente los carteles de los próximos estrenos cuando sintió una voz a sus espaldas. Se volvió rápidamente con el corazón acelerado.

Era Manuel. Su cara cambió a una especie de rictus entre la alegría y la desesperación. No sabía qué decir. Manuel lo miraba sonriendo tristemente.

-¿Cómo estás, Isaac? –Preguntó.

-Vaya. Ahora me lo preguntas. –Respondió casi de súbito Isaac.

-Ya sé que no he sido del todo correcto, pero era complicado, muy complicado.

La mirada de Manuel mostraba una sinceridad que ya conocía Isaac.

-No era tan difícil decir algo, contestar a todo lo que te he escrito. ¿Sabes lo que ha significado para mí todo este silencio? –Dijo Isaac con los ojos inundados en lágrimas. –Era como sentirme en una isla desierta, sin nadie a quien acudir, como si de repente te hubieras muerto, hubieras desaparecido y yo allí sin saber qué hacer, sólo escribir y escribir y todo para nada. No, no ha sido fácil tampoco. Lo sabes.

-¿Me dejas que te lo explique? –La voz de Manuel era una súplica.

-¿Estás solo?

-No, –la culpa se reflejaba en sus ojos. –pero sabe que he venido a hablar contigo.

-Entonces déjalo. Ya sé lo que tenía que saber. Supongo que es caso cerrado. Déjame por favor, Manuel. –Isaac lloraba abiertamente, sin importarle quién pudiera estar mirando, pero decidido a cortar todo aquello de una vez por todas.

-No fue por lo que parece, de verdad. –Añadió Manuel.

-¿Importa mucho lo que parezca?

-Creo que sí.

Isaac, dispuesto ya a marcharse lo miró con decisión a los ojos y habló.

-¿Y qué más da, Manuel? ¿Va a cambiar algo? ¿Crees que estás dispuesto a eso? ¿Acaso crees que lo estoy yo?

-No, no creo que cambie. –Manuel bajó la mirada. –Pero necesitaba contártelo.

-Ya tuviste tu tiempo y guardaste silencio. ¿Por qué vienes a joderme ahora? Me haces daño y lo sabes.

Isaac no podía contener las lágrimas por mucho que lo intentara. Justamente el día que había decidido romper con su pasado se lo encontraba de cara.

-Me sentía demasiado culpable, guapito…

-¡No! No sigas. No me hables así, por favor. –Gimió Isaac.

-No era fácil y tuve que tomar una decisión. En aquel momento pensé que era lo mejor. Un corte rápido y que me odiaras para que te fuera más fácil. –Trató de explicarse Manuel.

-Lo conseguiste, sí señor. Conseguiste mucho más que eso, pero ahora ¿qué más da? –Isaac se volvió dispuesto a marcharse sin quedarse a ver la película.

-¿Cómo puedo conseguir que me perdones? –Preguntó Manuel tomándole del brazo.

-Suéltame, por favor. –El calor de las manos le quemaba. Aún seguía emanando esa sensación de cercanía difícil de entender. –Dime, ¿para qué quieres el perdón? ¿Para expiar tu culpa?

-No lo sé, lo necesito…

Isaac, se volvió de nuevo lentamente y quitó con un movimiento lento la mano de Manuel de su hombro.

-¿Eso es lo que quieres? Pues si te sirve de algo, aquí lo tienes. Estás perdonado. ¿Deseas algo más? Si no es así, deja que me marche para siempre y quédate con tu conciencia tranquila. Es eso lo que quieres, ¿no?

Manuel se sentía profundamente confundido.

-No, no es eso, es que…

-Adiós, Manuel. Espero que seas muy feliz. Yo lo fui contigo, si es que te importa saberlo. –Se volvió y comenzó a caminar hacia la salida.

-Espera, por favor. –Casi gritó Manuel.

-Adiós, Manuel. –Susurró Isaac sin volverse otra vez y se perdió entre el tumulto de la gente.

Manuel se quedó quieto y con los brazos caídos. Su rostro reflejaba decepción y tristeza. Sólo una persona había estado observando atónito la escena desde el otro lado de la sala. No parecía lo que Manuel le había contado que iba a hacer. Comprendió de pronto la barrera que nunca había conseguido romper sobre su pasado reciente y salió del cine apresurado, decidido y triste. Cuando salió de su letargo, Manuel lo buscó con la mirada, pero no lo volvería a ver nunca más.


Al llegar a casa, Isaac, aún llorando, rescató el papel sobre el que había escrito el poema. Lo releyó y cogió un folio nuevo. En un minuto había cambiado el poema:


Y de tus ojos al mar,

sólo la culpa y el miedo.

En el mar, mi soledad,

en mi vida, un hombre nuevo.


Tomando aire y con fuerzas renovadas, sonrió por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Nunca es tarde. –Pensó. -Ni siquiera para escribir poemas.

Una nueva sonrisa se dibujó en su boca.


NOTA: Anoche mientras colgaba esto con las prisas, pues era muy tarde, olvidé dejar aquí escrito el motivo por el que había terminado este relato y no era otro que agradecer a Thiago dos cosas: su hermoso detalle por darme la distinción de "Blog plateado de la semana" el día anterior, y que él me ayudó con la primera parte del cuento, que tuve que acabar yo porque ya no eran horas. Espero que te haya gustado el final. Gracias Iago. Gracias por todo.

No descubrí que estaba herido hasta que vi que tu carne no era ya mi carne. Contemplé, con la vista anegada en gotas de salada tristeza, como comenzaban a sangrar los poros ahora vacíos de emociones. Y me lamí. Sí, me lamí como lo haría un perro; tratando de consolar con mi propia lengua el silencio de la tuya.


Pero seguía herido. Mal herido. No era mortal. La sangre que se perdía era la que una vez se había unido a la mía propia. Sangre en mi sangre, no de mi sangre. Sangre sangrando sangre. Dolor teñido de rojo. Rojo sangre.


Intenté cortar la hemorragia de ti. No podía. Por más que comprimía, seguía brotando ese líquido viscoso y rojizo: lágrimas de amor quebrado, cascada de promesas rotas teñidas de una pasión que ahora se coagulaba al poco de brotar. Dicen, digo, que lo intenté todo. Tú lo sabes. ¿Lo sabes? Me dueles, ¿lo sabes? Me dejaste mal herido, ¿importan las preguntas?


Y ¿qué más da? Ya te habías alejado y yo, inconsciente al principio de tu repentina partida y casi inconsciente por la hemorragia que llegó luego y me dejó sin fuerzas, no pude hacer más que tratar de no morir, de seguir viviendo con ese pedazo que faltaba, que poco a poco se iba cerrando y dejaba de sangrar; de sangrar esa sangre humillantemente vistosa ante mis ojos. Tan difícil de disimular ante los ojos de los demás. Simplemente te habías marchado y yo quedé ahí mal herido, lamido, desconocido, descosido, retorcido.


Hoy me he vuelto a mirar. Ya veo la cicatriz. No sangra. Es la certeza, el recuerdo de lo que ha quedado atrás, de lo que has dejado morir. La vida se abre paso, pero queda el recuerdo marcado en la piel. Quizás algún día pueda observar esa herida curada sin que vuelva a sangrar sangre en mi sangre, sangre de tu sangre, sangre que sangraba sangre. Ese día volveré, quizás, a sonreír. Ahora sólo me queda la boca torcida, la lengua rojiza, aún manchada de lamerme, y unos ojos que se empapan cuando tratan de mirar el espacio vacío en que ya no estás.

Capítulo V


Agnus luctus


Con una mezcla de confusión, dolor y preocupación, David trató de reponerse. No tenía fuerzas para enfrentarse a más malas noticias, pero tenía un presentimiento horrible sobre el estado de su propia madre, de modo que volvió a descolgar el teléfono y con un gesto de desprecio apartó el papel que había encontrado bajo el auricular. Marcó el número de su hermana. Comunicaba. Era el colmo de la desesperación. ¿Qué podía hacer?

Se tumbó en el sofá y los ojos se le comenzaron a cerrar. No podía estar cansado. Esa somnolencia era fruto del golpe recibido. Pensó que quizás fuera más grave de lo que podía imaginar, así que decidió ir a verse en el espejo y de paso lavarse la herida que seguro tendría por la sangre que había en sus manos.

Se levantó y se dirigió al cuarto de baño. No se apreciaba una herida considerable, pero el lado izquierdo de la cara estaba totalmente cubierto de una sangre oscura y seca que le había corrido hasta más abajo del cuello. Abrió el grifo para lavarse un poco y luego curarse la herida. En ese preciso momento volvió a sonar el teléfono. Por un momento quiso dejarlo sonar hasta que saltara el contestador, pero recordó que ya no lo tenía. Cortó el agua y fue hasta el teléfono preguntándose qué sería ahora. Su vida, de costumbre tediosa y aburrida se había convertido en un torbellino que ni controlaba ni entendía.

Levantó el auricular. Era María, su hermana. Lloraba.

-Te he intentado llamar y comunicabas. –Le dijo con la voz entrecortada David.

-Estaba hablando con doña Asunción, chico. Acabo de llegar a casa y... –María comenzó a sollozar.

-¿Qué ha pasado? –Preguntó inquieto David. Se temía lo peor.

-Mamá... está en el hospital... –la voz de María se mezclaba con las lágrimas. –Está muy grave, David. No sé más. La encontraron inconsciente en casa. Voy para el hospital provincial ahora. ¿Vas a venir tú?

-Sí, claro. –Musitó David. –Tardaré una hora más o menos. ¿Sabes el número de habitación?

María rompió a llorar.

-Está en la UCI.

-¡Dios! –Bramó David. –Voy para allá. Chica, ten cuidado por la carretera. Te veo allí.

-Sí, David, no faltes por favor. –La frase era una súplica hecha gemido.

-¿Cómo voy a faltar? –David sabía de sobra que era el mayor apoyo para su hermana divorciada hacía sólo dos meses. Siempre lo había sido. –Cuelgo y voy para allá inmediatamente. Espérame, María, seguramente tarde algo más que tú.

-Claro que sí... hasta ahora cariño. Te quiero mucho. –Se despidió entre lágrimas María.

-Y yo a ti. –Susurró David. Y colgó.

Durante unos instantes, David se quedó de pie delante del teléfono sin saber qué hacer. Para él era inimaginable que su fuerte madre estuviera enferma en el hospital. Se dirigió a la puerta para salir de inmediato, pero se dio cuenta de que su aspecto no era el más indicado para ir a un hospital. No al menos para ver a un enfermo.

Se duchó rápidamente e hizo desaparecer la sangre de su cara, cuello y manos. El agua corría oscura por el suelo de la bañera. Rápidamente se vistió, cogió la cartera y las llaves del coche y salió de nuevo a la calle. Ya no llovía.

En el camino al hospital tuvo tiempo de pensar en todo lo ocurrido, aunque la idea de su madre quizás muy grave en la unidad de cuidados intensivos volvía a su mente a cada momento. Tenía que atravesar una provincia entera para llegar a la capital, donde se encontraba el hospital. Ya hacía más de hora y media que había hablado con su hermana y aún no había llegado. Pisó un poco más el acelerador. Era noche cerrada.

Decidió que cuando volviera se compraría por fin un móvil. Se dio cuenta de que, aunque siempre había podido vivir sin él, el simple hecho de tenerlo en aquel momento le habría reconfortado. Se dio cuenta de que Martín y Andrés podrían estar preocupados porque él no los había llamado y si ellos lo hacían, no iba a contestar. También pensó en lo reconfortante que sería poder hablar con Martín, pero en ese momento ya no tenía sentido. Las luces de la avenida lo despertaron de su ensueño.

Aparcó muy cerca de la entrada del hospital y subió a la tercera planta tras buscar en el directorio del hospital dónde se encontraba la UCI. Allí buscó la sala de espera y entre gente con rostros de angustia y preocupados encontró a su hermana, que corrió llorando hacia él para abrazarlo.

-Está muy mal, chico. Ha sufrido un infarto. –Logró decir entre lágrimas María.

-¿Has hablado con los médicos?

-No. Te estaba esperando a ti. Sólo me han informado de eso al llegar, pero quería que estuvieras delante. –Respondió María.

Él la tomó del brazo y se dirigió a las puertas de la unidad de críticos.

-¿Es aquí? –Preguntó.

-Sí. Entra. Ahora nos dirán algo. –La compañía de David le había dado fuerzas a María.

A los pocos minutos salió a recibirlos uno de los intensivistas. Era una mujer de unos cuarenta y largos años, de pelo teñido rubio corto y poco agraciado. Su rostro, sin ser una belleza, emanaba una especie de paz interior. Se le notaba el cansancio.

Los sentó en una sala y con mucha delicadeza y amabilidad les contó que su madre había sufrido un infarto. Se ahorró los tecnicismos y fue al grano. Le habían administrado el tratamiento adecuado y de momento parecía que respondía bien, pero, como siempre, había que tomarse las cosas con cautela. Tendrían que esperar 24 horas al menos para saber un poco más acerca de la evolución de la paciente y la efectividad de la fibrinolisis. Les aconsejó no visitarla de momento hasta la mañana siguiente y los acompañó para que la vieran tras un cristal. Su madre dormía entre cables, sueros y monitores.

-Ha sido grave, -dijo la doctora –pero con este tratamiento suelen salir adelante muchos de los pacientes. Ha tenido suerte de desarrollar el infarto cuando estaba cerca del hospital.

Los dos hermanos se quedaron mirando a la mujer que yacía en la cama y le dieron las gracias a la médica, que se despidió con un gesto amable. Ellos se marcharon a la sala de espera. Si había novedades los avisarían y si no, podrían ver a la madre en la visita de la mañana.

María le confesó a David su esperanza de que todo saldría bien y él estuvo de acuerdo. No sabía muy bien cómo se salía de un infarto, pero por el tono de la doctora, no parecía que fuera tan difícil como se imaginaba.

En la sala de espera había algunos sillones libres. Buscaron dos juntos y se reclinaron el uno sobre el otro. María comenzó a hablar, pero para cuando lo hizo, David ya dormía sobre su hombro. La hermana le tomó la cabeza y le acarició el pelo, como cuando eran niños. No se percató de la pequeña herida en su frente ni del incipiente hematoma.

A la mañana siguiente se enteraron de que la hora de visita era a las once de la mañana, así que fueron juntos a desayunar. Frente al humeante café, el joven vio la portada del periódico, en la que se destacaba en primera plana el ingreso en prisión preventiva del obispo acusado de la muerte del sacerdote de su pueblo.

-Está en la cárcel. –Pensó. –Si me cuenta a mí que no lo hizo, ¿por qué lo envía el juez a prisión?

Recordó la nota en el teléfono y todo lo acontecido el día anterior y decidió que él no tenía nada que ver con aquello. La justicia era la que se tenía que encargar del tema.

Terminaron de desayunar y subieron arriba a esperar la hora de la visita. María le estuvo todo el tiempo contando los últimos detalles de su vida. David, un tanto absorto, la escuchaba sin prestarle toda la atención que debiera.

A las once y cinco minutos avisaron para que los familiares pudieran visitar a los pacientes de UCI; dos por paciente a través de cristales, excepto los del área de coronarias, que lo harían por dentro de la unidad.

María tomó del brazo de nuevo a David y ansiosos atravesaron la puerta del servicio de cuidados intensivos. En aquel momento todo lo demás pasaba a segundo plano. David tomó la determinación de no volver a saber más del tema del asesinato ni del obispo.

Se equivocaba.



Con este capítulo finaliza la primera entrega de Agnus Dei. Muy pronto la segunda temporada. Mientras tanto, seguiremos con los cuentos del otro lado.

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A continuación, una lista de algunos blogs que creo que no hay que perderse. La lista sigue el orden alfabético del nombre de sus dueños. ¡Disfrutadlos!

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