El vértigo volvió a aparecer. Ya sólo quedaban seis escalones, seis peldaños para llegar a lo más alto de aquella inmensa torre que se alzaba en medio de la ciudad como el símbolo de una grandeza pasada, pesada, pisada por el tiempo. La misma que él había poseído y paseado con orgullo durante los últimos años de su vida y que de la misma forma fue pisoteada.
Un peldaño más.
Trató de no mirar hacia abajo. La altura lo hacía estremecerse. El frío viento azotaba su cara y lo hacía temblar. Ya no quería parar. Era una decisión tomada con toda la determinación. Ya no valían los pésames a veces fingidos de los que sentía cerca. Tampoco esa maldita autocompasión que cada día lo sumía más y más en aquel profundo pozo. Había que subir para bajar. Lo segundo no había sido antes el objetivo de su vida. ¿Quién lo iba a imaginar? Ahora volvía a elevarse con la tristeza clavada en los ojos y con la idea de detener la bajada con otra más rápida, más violenta, más cruel quizás. Un punto y aparte. Un punto y final a la amargura que había puesto a su corazón de rodillas.
Cuatro peldaños más.
Y todo habría acabado.
Mientras subía se preguntaba por primera vez si todo cesaría en ese momento. Si quedaría algo, si seguiría quemándose como el papel que ya no quería seguir interpretando. Una nueva ráfaga de viento helado le congeló ese pensamiento en la mente. ¿Y si así quedara todo en suspenso, detenido en ese momento para toda la eternidad? Por primera vez sintió miedo. No le temía a la muerte más que al dolor, como recordaba haber oído decir en una vieja canción.
Un paso más. Levantó un pie. Lo apoyó en el antepenúltimo escalón y con él hizo fuerzas para elevar el otro. La ciudad estaba a sus pies.
Recordó cómo había descubierto sorprendido, sobrecogido, el engaño de unos ojos que ya no lo miraban, que lo atravesaron un día para fijarse en alguien que pasaba por detrás. No había sido necesario volver la cara para ver el objeto de un deseo contenido. No había querido saberle la cara. La verdad la tenía delante y, después de tantos años, conocía cada simple gesto, cada mirada. Era casi imposible que se le hubiera escapado aquello. Su silencio, el silencio ajeno, fueron los testigos del fin de aquellos años. No hubo nada más. Sólo silencio y unas lágrimas que no consiguieron aflorar a sus ojos. Unas lágrimas con sabor a espinas en el fondo de su garganta, de tanto que dolían. Sobraban las palabras. Siempre habían sobrado. La misma complicidad que siempre había dado por hecho el amor sin necesidad de palabras era la que ahora lo condenaba al olvido. Unos ojos que se posaron, ya sabios y culpables, en una sombra que pasaba a sus espaldas. ¡Maldita sea! ¿Cómo había estado tan ciego?
Un peldaño más. Un escalón menos.
Cansado de todo pensó en qué ocurriría si no subiera el último. No había tenido fuerzas para continuar en los dos últimos meses. ¿Por qué iba a cambiar todo en este momento? No tenía sentido.
Dio el último paso y se colocó arriba del todo. Ya no quedaban más escalones. Era como estar en la cima del mundo, en la sima del mundo, encima del mundo. Todo eran contradicciones. El viento lo volvió a azotar en la cara y arrancó unas lágrimas que no tenían nada que ver con el dolor. Miró con los ojos húmedos hacia abajo. Sólo había que dar unos pasos y todo acabaría… o no. La misma duda se volvió a instalar en su cerebro, precisamente cuando ya apenas quedaba nada para ese final casi soñado, deseado, desesperado, desesperanzado. Una idea que nunca antes había tenido y que ahora retenía aquellos últimos pasos.
Miró hacia atrás en el tiempo y trató de vislumbrar el futuro. No cambiaba el color. Comenzó a caminar hacia aquel destino final que había decidido. El aire lo empujaba hacia él, haciéndole tambalearse. Tocó con una mano la barandilla y luego se aferró con fuerza a ella con las dos. Si era difícil, sólo era un instante: un pequeño salto, un momento de valor hecho cobardía, de cobardía hecha valor. El vértigo era sobrecogedor. El vértigo de la altura, el de la hartura. Tanto daba mirar hacia abajo; un paso más, como hacia delante; recorrer el camino de vuelta con la esperanza hecha jirones. La primera opción lo llevaba justo en aquel momento hacia la duda. La segunda hacia la incertidumbre.
Se planteó si había alguna decisión que fuera irrevocable y, por primera vez, se percató, con los ojos llorosos por el frío, de que sólo dar el último paso hacia delante, el último salto, no dejaba más opciones. Soltó la barandilla y volvió la vista hacia atrás. Con paso tembloroso comenzó a desandar el mismo camino que le había llevado a la cima, a la sima. Ya no podía subir más alto. Ya no podía caer más bajo. Comenzó a bajar las escaleras. Al fin y al cabo esos mismos peldaños seguirían allí por si algún día cambiaba de opinión.
Esta entrada está dedicada a Stultifer, al que le prometí hacer algo relacionado con escaleras en agradecimiento al detalle de otorgar la mención de blog del día a este pequeño sitio. Me he retrasado un poco, pero aquí estamos. Gracias.