12 de julio de 2009

6 de la mañana

A veces entro en su dormitorio. Espero inmóvil en el rincón más alejado de la cama oculto por la penumbra, observándole mientras duerme. Aún no he tenido ningún tipo de contacto físico. Estoy fascinado. Me limito a estudiar su comportamiento y gustos. Hoy no me he podido resistir y me he atrevido a tirar un poco de la sábana que le cubría deslizándola hasta la cintura. Necesitaba ver su cuerpo. No sé qué me ocurre, pero constantemente pienso en él.

Está allí tumbado boca arriba, su pecho se mueve relajadamente al ritmo de la respiración. La ligera sábana que cubre su cuerpo desnudo hasta la cintura, dibuja a la perfección la forma de su sexo. Desearía tocarle, pasar la mano por su piel, por encima de la fina tela que cubre el mayor objeto de mi deseo, de mi ambición. Aún no estoy preparado.


Recuerdo la noche en que nos cruzamos. Paseaba por el parque, ya entrada la noche. Su silueta apareció entre unos arbustos. Una segunda salió tras él mientras reían ahogadamente. Al instante me sentí atraído. Tenía la camisa desabotonada y se abrochaba el cinturón. El otro hombre se acercó a él y le susurro al oído.

-Me ha encantado, tal vez quieras repetir.

-Claro, ya nos veremos por aquí otro día. -dijo distraídamente colocándole la mano sobre el hombro, y con una palmada a modo de despedida le dio la espalda y se alejó caminando mientras se abotonaba la camisa.

Comencé a seguirle. Su sombra proyectada sobre el suelo por las farolas se encogía y alargaba hasta casi tocar mis pies. Caminaba deprisa con la camisa pegada al cuerpo por el calor de la noche estival. Su pelo corto, de color castaño, reflejaba anaranjados destellos de luz.

Sentí que la tormenta se aproximaba. A lo lejos, entre los tejados de los edificios, estallaban los relámpagos, que iluminaban por décimas de segundo el cielo. El viento, cargado de electricidad estática, cambió de dirección y los primeros goterones de lluvia chocaron contra el asfalto levantado el calor acumulado durante el día. Un trueno retumbó encima de nosotros y las nubes dejaron caer de golpe la lluvia. Alguien desde cualquier ventana podría haber visto a dos figuras corriendo bajo la cortina de agua.


Sigue dormido, me gustaría echarme a su lado pero tengo que irme. Está a punto de amanecer y no quiero arriesgarme a que me vea. Todavía no. El sol no me va a matar; ese es uno de los tópicos que nos rodean, como tantos.

Las cortinas se agitan suavemente por la brisa nocturna y lentamente me descuelgo por la ventana y me alejo de mi obsesión.


14 de julio de 2009

8 de la mañana

Hoy lo he vuelto a ver. No me lo puedo quitar de la cabeza. Lo he esperado en el portal de su casa hasta que ha salido. Llevaba el pelo mojado y unos jeans, camiseta roja y zapatillas deportivas blancas. Se ha detenido en la misma puerta y ha encendido un cigarillo antes de empezar a caminar.

Lo he seguido hasta que ha llegado a un bar. Allí se ha encontrado con conocidos que lo han saludado efusivamente. Es un hombre querido por los demás. Se nota en la forma de actuar de los otros ante él.

Entre el barullo de la gente he conseguido acercarme lo suficiente como para enterarme de su nombre: Abel. Parece una ironía, pero hasta eso lo hace más atractivo y consigue que lo desee aun más. Abel…

Hace demasiado tiempo; tanto que casi me cuesta recordarlo, mi maestro me dijo que mi nombre no tenía traducción para los humanos, pero si la hubiera tenido, ésta habría sido Caín. Y ahora, justamente ahora, cuando está cerca la hora final, me encuentro con Abel y siento que no podré luchar contra él. He leído demasiadas veces esa historia. Esta vez no quiero ser el verdugo. Abel…

Creo que me ha visto. Sus ojos se han posado en mí y se han detenido durante un momento en los míos. Ha dibujado una especie de sonrisa con ellos; es difícil de explicar, pero su boca no se ha movido, solo han sido sus ojos, que luego han bajado hasta el suelo y al instante han vuelto a la reunion en la que estaba sumergido. Desde ese mismo momento he notado algunas miradas de soslayo hacia mí. Me cuesta enfrentar su mirada. Posee algo poderoso que me hace desfallecer. He tenido que hacer como que leía el periódico. Pasará por mi lado cuando salga. No sé si desde ahora podré ser tan invisible ante él. Creo que se ha dado cuenta de mi existencia. El pensamiento de su cuerpo semi cubierto con una fina sábana de hilo se vuelve a colar en mi mente y siento subir un calor poderoso desde mis pies. Nunca he sentido una debilidad así. No la quiero, pero es inevitable.

Al salir del bar, ha pasado junto a mí y me ha tocado con el codo la espalda. He sentido como un arañazo caliente sobre ella. Me he vuelto sin poder evitarlo y me he encontrado con esos ojos castaños fijos sobre los míos. Ha hecho ademán de hablar, pero se ha detenido al instante. Quizás mi mirada fría lo haya hecho pensárselo dos veces. No he dicho nada. No puedo. Definitivamente se ha fijado en mí y desde ahora tendré que ser más precavido con él. Se ha dado la vuelta y ha salido del bar. Mi único pensamiento ha sido que no puedo seguirle más, que me tengo que quedar en el bar hasta perderlo de vista. Una suerte de pena me invade.

Al instante lo vuelvo a ver entrar. Se acerca a mí, con la panda de amigos esperándolo en la calle y me habla.

-¿Te conozco? –Pregunta a bocajarro.

Mi boca no acierta a articular palabra. Esto se sale de mi guión.

-Quizás me hayas visto alguna noche. –Contesto enigmáticamente.

Él se queda pensativo durante un instante y de repente sonríe.

-¿En serio? No lo creo. Me acordaría de ti. –Dice.

-¿Tú crees?

-Y tanto. –Si la luz matara a los vampiros, la de su sonrisa me fulminaría al instante. Me armo de valor y doy un paso inesperado para mí.

-Yo sí me acuerdo. Cada día.

Su rostro cambia la expresión de inmediato. Puedo advertir su confusion.

-No, no lo puedo creer. Estoy seguro de que me acordaría. Además, no tengo tanto como para olvidar. –Dice con voz casi preocupada.

-No he dicho que te tengas que acordar tú, Abel. –He pronunciado su nombre con toda la intención. El juego ya está en marcha. No hay vuelta atrás.

-¿Quién eres? –Pregunta casi implorante.

-¿De verdad quieres saberlo? –Le contesto.

-Pues claro. Dime, por favor.

-Te he visto alguna vez y hoy te he encontrado aquí. No he podido evitar fijarme de nuevo en ti. Por eso sé tu nombre. No pienses que te ando espiando. –Le explico.

-Espero que no seas un chalado de esos. No tienes pinta. –Dice esbozando una ligera sonrisa.

-Tranquilo, soy peor que todo eso. –No sé sonreír, pero procuro dedicarle una de las miradas más enigmaticas que tengo. Creo que lo convenzo por su expresión de alivio.

-Soy Abel… bueno, supongo que ya lo sabes. –Me dice.

-Encantado Abel. Es todo un placer para mí. No sabes cuánto.

Puedo notar una especie de mirada de deseo en su rostro. He apostado fuerte con esta afirmación y creo que él ha caído.

-Te digo lo mismo. –Musita. -¿Cómo te llamas tú?

-¿Te vale Caín? –Pregunto no sin cierta malicia. A pesar de mi frialdad, por dentro me siento débil y sin fuerzas.

Él ríe. Su risa es cálida y franca. Me siento debilitar aun más.

-Caín y Abel. –Vuelve a reír. –Vale, vale. Me parece bien, Caín. –Y posa su mano sobre mi hombro. Arde.

Ya no puedo seguir. El juego me ha dejado exhausto. Uso uno de mis viejos trucos aprendidos y lo hago mirar el reloj para que vea la hora equivocada.

-¡Dios! ¡Qué tarde! –Exclama. -¿Cómo ha podido pasar tanto tiempo? Hoy llego tarde al trabajo. Me tengo que ir corriendo. ¿Nos volveremos a ver? –Su mirada es casi de súplica.

-Te espero esta noche en el parque. Al lado de la estatua del ángel a las doce. –Digo sin más.

-Esta bien. Nos vemos allí. Me tengo que ir… Caín. –Por la entonación entiendo que no se cree mi nombre. No importa.

-No faltes, por favor. –Le respondo.

-Allí estaré.

Se vuelve sin dejar de mirarme hasta el ultimo momento y sale a toda prisa del bar. El tiempo es algo relativo. A mí me queda poco… o mucho hasta la cita de esta noche. Me tengo que preparar. Mi inquietud es demasiado grande. Quedan horas. Quedan siglos…


NOTA: Este cuento y la continuación son una idea original del dueño de un nuevo blog llamado HOMBRES DE NEGOCIOS, DIARIO DE UN CHAPERO. Le tengo que dar las gracias no sólo por su imaginación para inventar una historia así y ponerla en mis manos, sino por la introducción que es toda suya. Os recomiendo que lo visitéis.

Ya, ya sé que casi no entro ni hago nada. Espero poder contar pronto todo lo que pasa (nada malo ni extraordinario). De todas maneras quiero aprovechar este rinconcito para desearos a todos unas muy FELICES FIESTAS y que en el año 2010 consigáis todo lo que queréis de verdad. Os lo deseo con todo mi cariño y os dejo un pequeño vídeo en el que os cuento todo lo que quiero para Navidad, que no es poco.

Mil besos,
Ed.

La puerta de la consulta se volvió a abrir para que entrara otro paciente mientras el médico seguía tecleando en el ordenador los datos de la última visita. Levantó la mirada y vio a un chico de menos de 30 años acercarse a su mesa. No sólo era guapo y atractivo; su cuerpo estaba tan bien hecho que podría haber sido el modelo de cualquier atlas de anatomía. Manuel, don Manuel, como le llamaban sus pacientes de cada día, tragó saliva.


-Buenos días. –se atrevió a decir.

-Buenos días, doctor. –La medio sonrisa del chico le resultaba enigmática.

-¿Va todo bien? –Justo al terminar la pregunta, Manuel se sintió estúpido.

-Bueno, no sé… -contestó el chico sonriendo aun más. –Si fuera todo bien no estaría aquí, ¿no?

-Sí, sí. Esa pregunta sobraba. –Manuel suspiró aliviado y le devolvió la sonrisa. –Dime cómo te llamas para buscar tu historial y me cuentas.

-Denís Morales Díaz. ¿Quiere algún dato más?


Manuel levantó la vista y observó una mirada pícara clavada en sus ojos. Azorado negó con la cabeza y se volvió al ordenador para teclear torpemente el nombre. A veces discutía con sus amigos porque ellos opinaban que un profesional de la salud no podía sentir nada al ver o tocar a un paciente. La misma vieja historia de que eran seres asexuados. No era el caso de él y estaba convencido que no lo era el de nadie. Demasiadas veces se había empeñado en explicarle a los amigos que todos eran personas y que sentían y vivían las cosas igual que los demás, pero ellos estaban convencidos de que la profesionalidad, que él había guardado siempre, estaba necesariamente ligada a los sentimientos y los instintos. Ese era el barranco que ellos no conseguían cruzar.


-Bien, ya te tengo. Dime. –Manuel volvió con la mirada al chico que esperaba con los brazos cruzados.

-¿Me tiene? –Denís rió con descaro y le guiñó un ojo a Manuel, que, desconcertado, se puso rojo al instante.

-Bueno… ya me entiendes. –Balbuceó.

-Ya, ya. Estaba bromeando. Perdone, es que no lo puedo evitar.

-No importa, hombre. A veces se agradece una visita así después de tanto de lo mismo, tú sabes Denís. Incluso me puedes contar lo que te pasa. –Esta vez fue el médico el que le sonrió.


Denís descruzó los brazos y cesó de repente el juego de las miradas.


-Verá… es que me da un poco de corte contarlo, pero bueno, supongo que estará acostumbrado a ver de todo…

-Hombre, por supuesto. –Manuel se sintió por primera vez intrigado. –No te apures por nada ni te dé vergüenza. Puedes estar tranquilo.

-De acuerdo. –Dijo decididamente Denís. –Pues que me pica todo y estoy un poco preocupado.

-¿Todo el cuerpo?

-No, no. Que me pica… bueno…

-Puedes hablar claramente, Denís. No me voy a asustar de nada. –Manuel sabía a qué se refería, pero de algún modo deseaba escucharlo a él.

-Los huevos y… ya sabe… toda esa parte.


Denís se movía inquieto. Todo el desparpajo de cuando entró había desaparecido por completo.


-Ya. Comprendo. –Dijo Manuel. -¿Has mantenido relaciones hace poco?

-¿Eso es importante? –La respuesta de David resultaba algo desafiante.

-Sí, lo es. Si no lo fuera, no te preguntaría.

-Pues hace unos días. No recuerdo exactamente cuándo. Digamos que hace cuatro.

-Está bien. -Musitó casi para sí mismo el médico. –No te voy a preguntar si con un hombre o una mujer. No es necesario saberlo de momento, pero sí te voy a pedir que te bajes los pantalones. Tengo que mirarte.

-Pues casi preferiría que me hiciera la pregunta, la verdad. Se me hace más cómodo decirle que fue con un tío que ponerme en pelotas aquí mismo.


Manuel volvió a fijarse en la belleza del chico y sintió una incomprensible punzada de celos. A sus cuarenta y pocos años seguía siendo un tipo atractivo, pero se sentía muy solo desde hacía demasiado tiempo.


-No pasa nada, Denís. Puedes quedarte tranquilo, pero déjame ver si te puedo ayudar, ¿te parece? –La voz de Manuel sonaba tranquilizadora.

-Sí, sí. De todas maneras sabía que tendría que hacerlo. Hasta me sentí aliviado cuando entré en la consulta y vi que era un tío el que me iba a ver, porque si llega a ser una médico me largo. Las bromas eran de puro nerviosismo. –Explicó Denís.


Manuel sonrió y le indicó con un dedo que hiciera lo que le había pedido. Denís lo miró durante un segundo que pudo haber sido un siglo y acto seguido se desabrochó los pantalones y los dejó caer, dejando a la vista unos calzoncillos blancos de marca que le quedaban a la perfección. La erección de Manuel fue instantánea.


-Eso también, Denís. –Titubeó el médico mientras se ponía, nervioso, unos guantes de látex.


Denís se bajó los calzoncillos hasta la rodilla. Su hermoso miembro caía flácido sobre unos testículos casi perfectos. El vello púbico no era abundante y estaba bien dibujado, aunque se notaba que no había sido rasurado. Ante ese panorama no era necesario, pensaba Manuel.


-Te tengo que tocar para explorarte, ¿de acuerdo? –Dijo el médico con todo el aplomo posible en esas circunstancias.

-Sí… ya… pero no toque demasiado, que no soy de piedra y usted… bueno… ya me entiende. –Contestó Denís bromeando nervioso ante la situación.


Manuel casi se sentía desvanecer. En aquel momento se habría metido aquel pene en la boca sin dudarlo un instante, sin importarle lo que fuera. El suyo propio le palpitaba bajo los pantalones en un intento de salir. No dijo nada. No podía.


Comenzó a tocar, tembloroso, a Denís y descubrió al instante el problema. Ni siquiera era necesario seguir, pero continuó un poco más. El tacto, incluso con los guantes, era delicioso, como el calor que emanaba el miembro de aquel chico de mirada profunda.


-De acuerdo. –Dijo.

-¿Qué pasa? –Preguntó casi asustado Denís.

-Nada, hombre, no tienes que preocuparte. –La voz del médico mostraba más aplomo del que él mismo sentía. –Tienes ladillas.

-¿Ladillas? Eso es malísimo, ¿verdad? –Denís estaba asustado.

-No, Denís. No es que sea agradable ni bonito, pero no pasa nada. Es algo que se pega con facilidad.

-Maldito hijo de puta. –Masculló Denís.

-¿Qué? –Manuel se puso en guardia.

-No. No me refiero a usted. Estoy hablando del tío ese asqueroso del otro día. –Se explicó Denís. –Total, por un mal polvo…

-¡Ah! Pensé que lo decías por mí. –Contestó aliviado Manuel.


Denís trató de sonreír, pero se le dibujó una mueca extraña en la cara, que reflejaba una gran preocupación.


-Ladillas… ladillas… ¿qué son las ladillas exactamente? –Preguntó.


Manuel lo miró y trató de hablar para tranquilizarlo.


-Pues verás; aunque suene fatal y parezca algo gravísimo, no son más que piojos de…

-¿Piojos? –Casi gritó Denís.

-Espera, espera que te cuente, Denís. Óyeme, ¿de acuerdo? –Le dijo Manuel.

-Vale, de acuerdo. ¿Pero piojos? ¡Qué asco!

-Pues sí, son una especie de piojos que viven casi siempre en la zona púbica. Necesitan más calor que los de la cabeza y además, igual que los otros, viven donde hay pelo. También te los puedes encontrar alguna vez incluso en las axilas o en otras zonas donde haya vello o pelo. De todas maneras, a pesar de que se pasan con mucha facilidad de una persona a otra y hay que evitar su transmisión, no son peligrosos en sí hoy en día. No es tan raro y hay cosas bastante peores. Te mandaré un tratamiento y en muy poco tiempo se habrán muerto todos y problema resuelto, ¿te parece?

-Pues claro. –Dijo resueltamente Denís, que seguía con su miembro a la vista azorada de Manuel.

-Puedes subirte los pantalones. –Le sugirió con una suerte de pena el médico al hermoso chico, que corrió a ponerse la ropa con rapidez. El gesto volvió a excitar a Manuel, que casi huyó a su mesa a escribir la receta.

-Usted es un buen médico. Es una gran persona. –Soltó de repente Denís.


Manuel arrancó la receta del talonario y se la dio a Denís con los ojos clavados en los del chico.


-Gracias. –Fue lo único que consiguió decir.

-Gracias a usted. –Denís tomó la receta tocando levemente la mano de Manuel, que sintió una oleada de calor que le subió hasta la cara.

-Me llamo Manuel. Me puedes tutear.

-Vale, Manuel. Si quieres vengo a contarte cómo me ha ido en unos días. –Dijo alegremente Denís.

-Por favor…

-Pues lo haré, seguro. Te veo en unos días. ¿Hay algo más que tenga que hacer? –Preguntó el chico.

-Bueno, tú sabes. Es mejor evitar relaciones con desconocidos y tomar todo tipo de precauciones, pero vaya, esto lo habrías pillado de cualquier manera. –Le explicó el médico.

-Nosotros ya nos conocemos, ¿no? –La sonrisa pícara había vuelto al rostro de Denís.

-Sí, ya nos conocemos. –Manuel no sabía qué decir.

-Te veo en unos días, Manuel. Acuérdate de mi cara, ¿eh?


¿Cómo se iba a olvidar? Manuel se levantó para despedirse y darle la última recomendación.


-Procura no mantener relaciones con nadie en estos días o le contagiarás el mismo problema.

-Cuando ya no tenga nada igual eres tú el primero que se entera. –Dijo Denís con la sonrisa abierta.

-Hasta pronto, Denís. – Se despidió el médico sin querer decirle cuánto deseaba que así fuera.

-Nos vemos. –Saludó el chico mientras se dirigía hacia la puerta. La abrió, miró hacia Manuel y le guiñó un ojo. Luego cerró la puerta tras de sí.

-Nos vemos… -Repitió para sí mismo Manuel con la mirada perdida más allá de las paredes de la consulta y preguntándose si Denís volvería. La puerta se volvió a abrir. Uno de sus habituales pasó a la consulta para despertarlo de su ensueño.


-Buenos días, don Manuel. Qué malita cara tiene hoy. ¿No ha dormido bien?

-Será eso, Francisca, será eso.

No, no se me había olvidado ni había dejado de tenerla presente, pero había dos motivos claros para no publicar esto el mismo día y en el mismo sitio que el resto de los premios M4M Blogs de Cine: uno que el lugar no era el más apropiado para cierta persona; no es que se fuera a escandalizar, pero hay que poner a cada uno en su sitio y su sitio creo que es más bien este, que se quiere parecer un poco a lo que ella hace (sí, he dicho ella), aunque no lo consiga ni de lejos. Por otro lado, me temía que no fuera a aceptar este humilde galardón porque muchos ya sabemos lo que piensa, pero creo que no me equivoco si digo que para nada esto es un meme y que creo que lo aceptará gustosa. La duda... este premio no se toca...

Pues bien, desde el otro blog, pero en este lado, que al fin y al cabo es el otro, tengo el placer de entregar el décimo y último premio de la edición 2009 de M4M Blogs de Cine. El galardón a la Mejor Actriz va directamente a Menda, del blog "La calle del olvido". Muchos pensarán que ella es más directora o guionista que actriz y puede que sea verdad, pero para mí, ella se interpreta a sí misma como nadie. A veces perdemos de vista que cuando uno habla de sus cosas, cuenta sus historias o hace sus diálogos con esos boquerones a punto de caer en la sartén, está interpretando un papel, aunque sea el suyo y es que todos somos protagonistas de nuestras vidas y para mi gusto, Menda es una gran protagonista de su blog y eso, aunque parezca de perogrullo, no es tan fácil, de modo que para ella va este premio que humildemente espero que acepte.

Te recuerdo, querida Menda, que la fiesta será el próximo sábado en un bonito escenario que estamos montando en una calita de Costa Teguise, Lanzarote. No me faltes, porque además tendrás que venir de la mano del ganador al premio al Mejor Actor, que es nada menos que Eduardo Noriega. ¡Chúpate esa!

Quedo a tus pies y con este acto queda clausurada la entrega de premios. No faltéis a la fiesta que se celebrará en Lanzarote, a la orilla del mar. Estáis todos invitados.

Hoy he recibido por partida doble (que yo sepa) un premio de estos de los que no sólo hay que recibirlo, sino que además tiene normas. Me lo han dado Stultifer y Alex casi a la vez y se trata de algo así como el Premio a la Honestidad. La norma de este meme (se llama así, ¿no?) es que hay que decir 10 cosas sobre uno mismo que sean verdad y luego volverlo a repartir entre otra gente, así que allá voy con mis sinceridades...

1.- Detesto las cadenas. Todo lo que está encadenado sufre más o menos anemia de libertad. Nunca me han gustado los emails cadenas, los "forwards" con cuarenta mil direcciones de correo electrónico a la vista de todo el mundo (una invasión de la intimidad como otra cualquiera), los pps del Dalai Lama, de la amistad y tonterías por el estilo, etc. En esta ocasión voy a responder porque el premio viene de quienes viene, pero será la última vez que lo haga. Y no es que no esté de acuerdo con los premios, que me parecen estupendos como reconocimiento de una labor (vaya, que dos veces he entregado yo y precisamente hoy fue un día de esos), pero no estos memes que se reparten por doquier y llenan la blogosfera de dibujitos y de ciertos compromisos. Ya, ya sé que hay gente a la que les encantan e incluso tienen días específicos (incluso blogs) para "presentarlos en sociedad", pero, sinceramente, los dibujos de un gatito cursi con lacitos, una niña repelentemente Candy Candy con una flor o un ratón de diamantes dicen muy poco. Me recuerda demasiado a los fastidiosos emails que llegan a la dirección de messenger y que hay que borrar a toda prisa. De hecho me recuerda algunas otras cosas más. En fin... tengo que ser honesto, ¿no? Premios merecidos (y personalizados a poder ser) sí. Memes no.

2.- Sigo siendo honesto, jejeje, y aunque suene raro, me encanta la comida de los aviones.

3.- Odio viajar en autobús. Me da mareo (fatiguita). Menos mal que no lo hago nunca... de momento. Larga vida al coche.

4.- No me gusta la gente que habla por el móvil para su interlocutor y para todos los que le rodean. Me molesta horriblemente que griten y si lo hacen por teléfono, me parece encima incongruente. Que lo llamen a gritos y se ahorran el establecimiento de llamada.

5.- Me gustaría dejar de fumar y hacer deporte, pero no me gusta el deporte y me encanta fumar. El día que me pille con ganas le doy una vuelta de tuerca a la vida.

6.- Adoro a la gente que es sincera pero no cuenta siempre toda la verdad. La verdad a veces duele y el que sabe guardar ciertas cosas para evitar daños ajenos es más listo que el que las suelta todas. De eso no me cabe ninguna duda. No hablo de mentir, sino de no decirlo todo. Creo que no siempre es necesario y muchas veces es incluso hiriente.

7.- En contra, detesto la hipocresía, la mediocridad y la pobreza de espíritu. Los envidiosos pueden conmigo, igual que los aprovechados. De esos conozco a unos cuantos; de los que se venden como moneda de oro y no son ni de latón. Mucho cartón piedra hay por ahí suelto (o quizás no tanto).

8.- Tomo alrededor de dos litros de Coca-Cola (light, eso sí) al día. Me encanta y no puedo vivir sin ella.

9.- No me gusta que me den masajes en la espalda. Ya sé que soy raro, pero ni me gusta eso, ni que me rasquen. En eso soy un poquito arisco.

10.- Y como tengo que terminar de ser honesto y fiel conmigo mismo (y por tanto con los demás), rompo aquí la cadena (ya se sabe que detesto las cadenas, ¿no?) y no voy a nominar a nadie para darle el coñazo con este mismo meme, que al final vamos a terminar todos haciendo lo mismo a la vez. Mejor nos quedamos como estábamos, que ya hay varios memes de este estilo circulando por ahí y mira, ya aprovecho para dar mi opinión sobre ellos y para que se sepa que este es el primero y el último que contesto. Eso sí, se habrá visto que soy honesto, ¿no?

De todas maneras, muchas gracias a las dos personas que me lo han enviado porque sé que lo hacían con toda su buena intención. Y también muchas gracias a los que antes habían evitado enviarme otros del estilo porque ya me conocen. Pero si hay hasta filántropos (qué pretencioso llamarse a uno mismo así) que están para estas cosas... porque para otras...

Para ser honesto... hoy he sido demasiado honesto...


El vértigo volvió a aparecer. Ya sólo quedaban seis escalones, seis peldaños para llegar a lo más alto de aquella inmensa torre que se alzaba en medio de la ciudad como el símbolo de una grandeza pasada, pesada, pisada por el tiempo. La misma que él había poseído y paseado con orgullo durante los últimos años de su vida y que de la misma forma fue pisoteada.


Un peldaño más.


Trató de no mirar hacia abajo. La altura lo hacía estremecerse. El frío viento azotaba su cara y lo hacía temblar. Ya no quería parar. Era una decisión tomada con toda la determinación. Ya no valían los pésames a veces fingidos de los que sentía cerca. Tampoco esa maldita autocompasión que cada día lo sumía más y más en aquel profundo pozo. Había que subir para bajar. Lo segundo no había sido antes el objetivo de su vida. ¿Quién lo iba a imaginar? Ahora volvía a elevarse con la tristeza clavada en los ojos y con la idea de detener la bajada con otra más rápida, más violenta, más cruel quizás. Un punto y aparte. Un punto y final a la amargura que había puesto a su corazón de rodillas.


Cuatro peldaños más.


Y todo habría acabado.


Mientras subía se preguntaba por primera vez si todo cesaría en ese momento. Si quedaría algo, si seguiría quemándose como el papel que ya no quería seguir interpretando. Una nueva ráfaga de viento helado le congeló ese pensamiento en la mente. ¿Y si así quedara todo en suspenso, detenido en ese momento para toda la eternidad? Por primera vez sintió miedo. No le temía a la muerte más que al dolor, como recordaba haber oído decir en una vieja canción.


Un paso más. Levantó un pie. Lo apoyó en el antepenúltimo escalón y con él hizo fuerzas para elevar el otro. La ciudad estaba a sus pies.


Recordó cómo había descubierto sorprendido, sobrecogido, el engaño de unos ojos que ya no lo miraban, que lo atravesaron un día para fijarse en alguien que pasaba por detrás. No había sido necesario volver la cara para ver el objeto de un deseo contenido. No había querido saberle la cara. La verdad la tenía delante y, después de tantos años, conocía cada simple gesto, cada mirada. Era casi imposible que se le hubiera escapado aquello. Su silencio, el silencio ajeno, fueron los testigos del fin de aquellos años. No hubo nada más. Sólo silencio y unas lágrimas que no consiguieron aflorar a sus ojos. Unas lágrimas con sabor a espinas en el fondo de su garganta, de tanto que dolían. Sobraban las palabras. Siempre habían sobrado. La misma complicidad que siempre había dado por hecho el amor sin necesidad de palabras era la que ahora lo condenaba al olvido. Unos ojos que se posaron, ya sabios y culpables, en una sombra que pasaba a sus espaldas. ¡Maldita sea! ¿Cómo había estado tan ciego?


Un peldaño más. Un escalón menos.


Cansado de todo pensó en qué ocurriría si no subiera el último. No había tenido fuerzas para continuar en los dos últimos meses. ¿Por qué iba a cambiar todo en este momento? No tenía sentido.


Dio el último paso y se colocó arriba del todo. Ya no quedaban más escalones. Era como estar en la cima del mundo, en la sima del mundo, encima del mundo. Todo eran contradicciones. El viento lo volvió a azotar en la cara y arrancó unas lágrimas que no tenían nada que ver con el dolor. Miró con los ojos húmedos hacia abajo. Sólo había que dar unos pasos y todo acabaría… o no. La misma duda se volvió a instalar en su cerebro, precisamente cuando ya apenas quedaba nada para ese final casi soñado, deseado, desesperado, desesperanzado. Una idea que nunca antes había tenido y que ahora retenía aquellos últimos pasos.


Miró hacia atrás en el tiempo y trató de vislumbrar el futuro. No cambiaba el color. Comenzó a caminar hacia aquel destino final que había decidido. El aire lo empujaba hacia él, haciéndole tambalearse. Tocó con una mano la barandilla y luego se aferró con fuerza a ella con las dos. Si era difícil, sólo era un instante: un pequeño salto, un momento de valor hecho cobardía, de cobardía hecha valor. El vértigo era sobrecogedor. El vértigo de la altura, el de la hartura. Tanto daba mirar hacia abajo; un paso más, como hacia delante; recorrer el camino de vuelta con la esperanza hecha jirones. La primera opción lo llevaba justo en aquel momento hacia la duda. La segunda hacia la incertidumbre.


Se planteó si había alguna decisión que fuera irrevocable y, por primera vez, se percató, con los ojos llorosos por el frío, de que sólo dar el último paso hacia delante, el último salto, no dejaba más opciones. Soltó la barandilla y volvió la vista hacia atrás. Con paso tembloroso comenzó a desandar el mismo camino que le había llevado a la cima, a la sima. Ya no podía subir más alto. Ya no podía caer más bajo. Comenzó a bajar las escaleras. Al fin y al cabo esos mismos peldaños seguirían allí por si algún día cambiaba de opinión.



Esta entrada está dedicada a Stultifer, al que le prometí hacer algo relacionado con escaleras en agradecimiento al detalle de otorgar la mención de blog del día a este pequeño sitio. Me he retrasado un poco, pero aquí estamos. Gracias.


Resulta difícil imaginarse una oscuridad más completa que la que se ve (¿se ve la oscuridad?) desde un barco en alta mar. Mires donde mires, todo es negro y, si acaso, con su beneplácito, se puede observar cómo la luna se refleja sobre la superficie del agua en ese vaivén caprichoso de miles de puntos de luz que forman una imagen difusa; el resplandor del astro blanco. Hoy no hay luna. Se está vistiendo de nueva.


El cielo se observa en todo su esplendor. Es sencillo imaginarse el porqué de aquellos navegantes que se guiaban por las estrellas, porque allí, aquí, sí hay estrellas; esos pequeños puntos blancos, cada uno con su nombre, que ya casi tenemos olvidados. Las estrellas, la luna ausente y el tenue resplandor que producen las luces del barco, son los que me acompañan en esta solitaria noche en la que no puedo hablar. Lo hago desde el pasado. Ya conozco la sensación de esa oscuridad tremenda, de esa soledad buscada a ratos y de ese sonido de las olas que chocan continuamente contra el casco del barco en movimiento. Podría pasar horas allí en esa nada, aunque noto el frío, varios nudos de frío húmedo y salobre.


Nací junto al mar. Casi toda mi vida he vivido a su lado. Ignorándolo a veces por aquella estúpida razón de que sabía que estaba ahí. Como cuando das a alguien ganado. No, si ya sé que me quiere... ahí está. Es tan hermoso y dulce...pero esos "dados por seguro" son tan peligrosos como las mareas, que vienen y que van, que suben y que bajan y que, a veces, provocan tsunamis del corazón. También lo sé por experiencia.


Me gustaría escribir esto desde ese lugar que relato, pero es imposible. Hablo de lo vivido, pero no puedo hacerlo de este momento. No tengo modo de llegar aquí más que usando recursos técnicos de un diferido que huele a rancio. Lo siento. Sólo sé que he dejado atrás de algún modo experiencias maravillosas, gente a la que quiero, familia, amigos, mi viejo hogar... casi todo, y sin embargo me dirijo con ilusión a un nuevo destino. Queda aún un día para llegar. Un día de mar y de olas cortadas por el buque.


Poco va a cambiar en lo que respecta a este pequeño lugar que tengo y al que me gusta acercarme a dejar cualquier pensamiento. Da igual dónde se esté, pero sé, hoy lo sé, que no hay apuestas que valgan, que nada de lo pensado, de esas premoniciones que de repente vienen a la cabeza, tiene por qué cumplirse. El destino, ese incierto hacedor de misterios, se encargará de todo y si no es él, todo, por su propia naturaleza tiende a cambiar. La entropía de la vida.


Pero el barco continua su rumbo. Llegaré, sé que llegaré, y todos, más tarde o más temprano, conseguiremos alcanzar ese buen puerto. Es sólo cuestión de actitud y de luchar, buscar, moverse, arriesgar. Quizás me siente a esperar si hay una pequeña esperanza. Quizás decida que no va a haber cambios y que carezco del tiempo que la juventud otorga. Pero no es una cuestión de buscar ni de esperar. Lo mejor de la vida llega así, sin más, sin pedirlo, sin que medien palabras de súplica. Casi por casualidad.


Hablo desde la noche cerrada pero sé, estoy seguro, que mañana volverá a brillar el sol, incluso detrás de alguna nube traviesa.


Empieza a hacer frío. El aire y la humedad me calan los huesos. Creo que es hora de guarecerse, pero volveré, ya lo creo que volveré. Desde otro lugar muy distinto. ¿Importa mucho? Nada va a cambiar tanto, pero tampoco nada va a permanecer igual. Ya no.


Saludos desde alta mar.


Escrito la mañana del domingo 18 de octubre de 2009 y publicado en la noche del martes 20 de octubre

El sonido del reloj, incansable (tic, tac, tic, tac) se le clavaba en la cabeza. Llevaba ya más de una hora oyendo el goteo incesante de la misma cisterna que nunca terminaba de arreglar (cloc, cloc, cloc). Cada mañana la olvidaba y cada noche se empeñaba inútilmente en recordar ese pequeño martirio nocturno que se perdía entre los sonidos del día. Desesperado, jugaba al absurdo juego de intentar sincronizar ambos sonidos, que se desacompasaban y cada cierto tiempo volvían a escucharse al unísono. Una sola vez. Luego se perdían los ritmos y había que volver a empezar de nuevo hasta que se volvieran a unir en un solo momento de armonía disonante que duraba lo que dura un instante.


Recordó, sin dejar de llevar el ritmo, los raros días de verano que pasó junto a su amante; aquel hombre maduro al que llegó a adorar y que jamás le dio un minuto de paz con sus incesantes desplantes (hoy no, hoy no, hoy no) en su intento de conciliar la vida vivida y la deseada, y que sólo así consiguió romper el lazo que le unía a él. Nunca se sintió querido por alguien que anteponía la cara vista a la espera que desvestía, poco a poco, de ilusión (di que hoy sí, di que hoy sí) sus cortas horas con él. Aquello había muerto sin apenas haber nacido.


Miró un poco más de cerca y vio los ojos de aquel chico que sólo veía en él un objeto del deseo (más, más, más). Y al que por más que había intentado hacerle ver que estar juntos era algo distinto que lo incluía todo, él no lo comprendió nunca. Esto es lo que le da la chispa a la vida, ¿o es que no quieres sexo? Esa era su única explicación y él, que lo amaba hasta el punto de dejarse llevar por casi cualquier cosa, no quiso darle la importancia que tenía hasta que se sintió como un muñeco de trapo, usado ante la necesidad y olvidado en los momentos en los que no había más que eso. También lo rompió.


Y pensó en la tarde de aquel mismo día. Había hecho lo posible por volver a intentarlo. Había salido a la calle en busca de no sabía qué y aún no sabía lo que había encontrado: un tipo atractivo, pagado de sí mismo y que lo miraba como el que mira un coche nuevo en una exposición (bien, bien, bien). Le había propuesto algo sin complicaciones, sin explicaciones, sin necesidades, sin futuro y él, a pesar del deseo que le producía, se había negado. No quería volver a sentirse un objeto. Mañana será otro día. Pensó. Y acertaba. Al fin y al cabo, el día siguiente sería otro y el siguiente otro muy distinto.


El ritmo del reloj y del goteo de la cisterna volvieron a coincidir de nuevo y de nuevo comenzaron a perder la sincronía. Era un fatídico juego de amor y desamor entre dos sonidos. Se levantó, quitó las pilas del reloj y cerró la llave de paso. Silencio.


Sin duda, mañana será otro día. Volvió a decirse con una medio sonrisa en la boca. Y poco a poco se fue sumergiendo en un sueño pacífico.


Mañana.


Fue su último pensamiento.

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