En la puerta de un local de ambiente no muy lejano, Samuel trataba de deshacerse de un nuevo amigo de aquella noche que se empeñaba en que lo acompañara a tomar la última a su casa. No es que le desagradara; de hecho le parecía un chico simpático y agraciado, pero aquella era la primera vez que salía desde hacía un tiempo y aún no se sentía con fuerzas como para probar nada, aunque fuera un encuentro casual.
Había salido empujado por los amigos que ya estaban cansados de verlo tan triste desde el día que conoció y perdió, todo a la vez, a Carlos. Ni él mismo se explicaba cómo podía haber llegado a aquello. A veces se decía que en realidad no había pasado nada, que no era posible, pero muchas otras sólo podía recordar la sonrisa de aquel chico, el calor de sus manos, su mirada profunda, el sabor de su boca virgen y, sobre todo, la complicidad que había surgido en unas pocas horas y que se rompió como una copa de cristal por culpa de unas convicciones férreas y, a su juicio, equivocadas. Incluso estaba convencido de que Carlos seguía pensando en él. No lo había vuelto a ver. No quería. Sólo quería olvidarlo.
El chico de la puerta del bar le echó la mano por el hombro y lo sacó de sus pensamientos.
-¡Venga hombre! Anímate. –Le dijo.
En un arrebato de valor, Samuel lo miró fijamente y le respondió que sí. Ya era hora de romper con el pasado y en todo caso, aquella era una ocasión tan buena como cualquier otra.
-¿Dónde vives? –Preguntó.
-Aquí muy cerca. ¿Vamos?
-Vamos. –Samuel le echó el brazo por encima del hombro y se marcharon.
Por la mañana, Samuel se sentía contento. Había pasado una noche estupenda. Aquel chico, Ramón, había resultado ser una delicia, no sólo en la cama, sino en la forma de tratarlo, con una especie de cariño espontáneo que había despertado en él un sentimiento parecido. Los fantasmas habían empezado a desdibujarse.
Decidieron salir a disfrutar de aquel domingo soleado y después de una agradable sesión de besos, fueron a desayunar a una cafetería de un parque cercano. Allí, bajo un sol placentero y luminoso, hablaron de sus vidas por primera vez y empezaron a conocerse.
-Me gustas mucho. –Soltó de repente Ramón. La cara de Samuel se torció en un gesto de sorpresa y al instante recuperó la sonrisa.
-Y tú a mí. Más de lo que creía. –Le tomó la mano sobre la mesa.
-Anda que si no te insisto ayer…
Samuel rió. Aquel chico tenía algo que lo hacía diferente. La noche anterior le había parecido el típico moscón guapo que se acerca para conseguir sexo, pero en aquel momento ya lo veía de otra manera. No soltó su mano. Ambos se sentían cómodos y relajados y no se iban a dejar llevar por convencionalismos.
Varios chiquillos correteaban riendo por el parque. Algunas parejas paseaban con sus hijos pequeños. En algunos bancos podía encontrar a alguna persona solitaria que leía un periódico o simplemente disfrutaba del agradable sol de la mañana. Samuel lo miraba todo con una alegría distinta. Estaba viviendo aquel momento. No se percató de alguien que se acercaba por la acera.
-Hola Samuel. –Los ojos de Carlos lo miraban entre suplicantes y heridos. Samuel retiró automáticamente su mano de la de Ramón y éste se quedó mirando la escena perplejo.
-Carlos… -Era la última persona que esperaba encontrarse en ese momento.
Carlos fijó su mirada en la de Ramón. Resultaba difícil entender lo que pasaba por su cabeza en aquel momento.
-Supongo que es tu novio, ¿no? –Espetó sin mirar a Samuel.
-Eh… bueno… no. No lo es. Es un buen amigo. –Acertó a contestar confusamente Samuel.
Ramón volvió la mirada hacia su acompañante. Su incomodidad era palpable.
-Supongo que molesto. Si queréis me voy. –Dijo.
Samuel no sabía qué hacer ni qué decir. Sólo podía mirar a Carlos; más delgado que cuando lo conoció y que había clavado su mirada intensa en sus ojos esperando algún tipo de respuesta.
-Me voy. –Ramón se levantó de súbito de la silla. –No quiero andar molestando. Si quieres hablar conmigo ya sabes dónde vivo. Supongo que no es el momento de dejarte el teléfono, aunque no creo que lo quisieras. –Trataba de mantener la dignidad, pero se sentía dolido con aquella escena. Más de lo que los otros dos, absortos el uno en el otro, se podían imaginar. –Nos vemos.
-Ya hablamos Ramón. Lo siento. –Las palabras de Samuel salieron como un susurro con sabor a excusa. Su acompañante de la noche y la mañana se alejó sin decir nada ni mirar atrás.
-¿Por qué? –Fue la única pregunta que consiguió formular Samuel.
-Era tu novio, ¿no es cierto? –Los ojos de Carlos mostraban una mirada entre la rabia y el dolor.
-No. Ya te lo dije. Lo conocí anoche y… bueno, es un gran chico. Mira cómo se ha marchado sin montar un numerito.
Carlos se sentó en el mismo asiento que había quedado vacío un minuto antes.
-¿Has salido con muchos? –Preguntó.
Samuel se llevó las manos a la cabeza como para ayudarse a hacer un gesto de negación. No dijo nada. Carlos mantenía la mirada fija en él.
-Muchos, ¿no es cierto? –Insistió.
-¿Sabes, Carlos? –Samuel levantó la cabeza y le devolvió por primera vez la mirada con serenidad. –Desde aquella noche en que te marchaste no he podido parar de pensar en ti. No he salido apenas y fue justamente ayer cuando me empujaron a hacerlo por la noche y conocí a Ramón. Por primera vez había conseguido olvidarte durante unas horas. ¿Lo entiendes?
-Ramón, Ramón. –Repitió Carlos. -¿Te acostaste con él?
-Sí, claro. Es el primero con el que lo hago desde que te conocí. –Las palabras de Samuel tenían un deje de culpa y excusa. Tenía sentimientos encontrados.
-¿Cómo has podido? –Preguntó Carlos con rabia contenida.
Samuel se revolvió en la silla. Aquello comenzaba a parecerle absurdo.
-Pero ¿qué coño de explicación te tengo que dar yo a ti? ¿No recuerdas lo que ocurrió no hace tanto? ¿Acaso fui yo el que te hizo sentir como un aprovechado? –El tono de la voz iba en aumento. –No, Carlos. Fuiste tú el que me tuvo engañado todo el tiempo con tus líos mentales y ahora vienes aquí a volverme a hacer sentir mal por algo que no te debo. Tú no me querías. Sólo tenías ojos para tu conciencia, ¿no te acuerdas?
-Sí que te quería, Samuel. –Carlos bajó los ojos a la mesa donde reposaban dos cafés a medio terminar. –Te quería y te quiero. Desde aquella noche no he podido quitarte de mi cabeza. Estás en cada cosa que hago. Estás hasta en mis sueños. No consigo olvidar aquel día por más que lo intento. Hasta dejé de asistir a las reuniones. Me resultaba imposible soportar aquello que siempre me había parecido la guía de mi vida. –Samuel estaba atónito. No podía creer lo que estaba oyendo. –Ahora iba a la iglesia para pedir por enésima vez por ti. Ni siquiera he llegado…
Samuel le tomó la mano en un gesto súbito e impensado. Volvió a notar el mismo calor de la primera noche. Carlos miraba de un lado a otro nervioso. Comenzó a temblar.
-Aquí no, por favor. –Sus ojos eran una súplica.
Samuel soltó la mano respetuosamente y lo miró entre triste y ansioso.
-¿Aquí? –Preguntó. -¿Valdría otro sitio o volverías a montar lo mismo que la otra vez?
Carlos apoyó las manos sobre su regazo y le devolvió una mirada cargada de culpabilidad.
-Al menos permíteme que no sea delante de todo el barrio. –Dijo.
-¿Nos vamos? –Samuel comenzaba a excitarse. En su interior se mezclaban todo tipo de ideas y de sensaciones, pero ansiaba con toda su alma volver a besar a Carlos.
-¿Adónde?
-No importa. Fuera del barrio. A un sitio donde podamos hablar a solas. ¿Quieres? –Samuel esperaba tensó la respuesta.
Carlos hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Al levantarse, Samuel miró a Carlos fijamente a los ojos y habló.
-Sólo te pido una cosa.
-¿Qué? –Preguntó intrigado Carlos.
-No intentes convencerme de nada, de verdad. Yo respeto tus creencias, pero tú tienes que respetarme a mí y a ti mismo, ¿de acuerdo?
-De acuerdo. –Respondió mientras se levantaba también. Esta vez fue él el que estrechó su mano y la apretó con fuerza. Durante los dos últimos meses se había debatido entre sus convicciones y sus sentimientos y se había jurado que si volvía a ocurrir algo semejante se dejaría llevar, pero no se atrevió a confesárselo a Samuel.
Ambos caminaron hasta el coche, que los condujo a una playa absolutamente desierta llena de dunas y de arbustos. Se sentaron sobre la arena y se miraron largamente.
-¿Y ahora? ¿Puedo tomarte la mano? –Preguntó Samuel más ansioso que nunca.
Carlos no respondió. Acercó sus labios a los de Samuel y como si fueran imanes, se pegaron unos a otros en un beso delicioso y profundo. Se abrazaron con fuerza y con ternura y se dejaron caer sobre la arena. Pasaron varios minutos hasta que sus bocas se despegaron. Carlos lloraba.
-¿Qué te ocurre? –Preguntó asustado Samuel.
-No lo sé. –Respondió Carlos. –Es todo tan bonito que no puedo creer que esté mal.
-No lo está. –Dijo Samuel.
-Ahora estoy seguro de que lo que siento es amor. Él lo entenderá, ¿verdad? –Los ojos acuosos de Carlos miraban a un Samuel expectante con una mezcla de alegría contenida y súplica. Era difícil saber por qué lloraba.
-Sí, lo entenderá. –Samuel le besó los labios y se volvió a apartar para observar la reacción de aquel chico, que sonrió y le respondió con otro beso.
- Gracias, Samuel. Gracias por entenderme y por respetarme. –Bajó la cabeza durante un momento y al levantarla, lo miró con decisión. –Somos novios, ¿verdad?
Samuel sonrió. Era imposible negarse a unos ojos tan hermosos.
-Supongo que sí… si tú quieres, claro.
-Por supuesto que quiero. –Respondió.
-Yo también. Aquella noche aprendí a quererte sin quererlo y tuve que aprender a olvidarte sin desearlo. No lo conseguí. –Una lágrima recorrió la cara de Samuel.
-Te quiero. –Susurró Carlos.
-Te quiero. –Le respondió Samuel.
Se besaron de nuevo y se deslizaron poco a poco a unos matorrales que los escondían de los ojos de cualquiera que pudiera pasar. Sólo el brillante sol los pudo acariciar mientras hacían el amor por primera vez sobre la mullida yerba seca. Algo había empezado a cambiar.