Después de varias horas de insomnio, Carlos cayó rendido en su sueño; un sueño que se repetía noche tras noche desde hacía casi dos meses y que lo llenaba de intensas sensaciones. Samuel, en el asiento de su coche detenido junto a una playa en la que se reflejaba una luna enorme y radiante, le mordía suavemente la boca y él se dejaba arrastrar, bajo su cálido aliento, hasta el final. No sentía culpa, ni desaliento; sólo podía percibir el dulzor de los abrazos y las caricias, las manos que se deslizaban sin pudor sobre su cuerpo y la lengua que, traviesa, lamía su pene erecto y tremendamente duro. Sólo cuando Carlos bajaba la cremallera de los pantalones de Samuel para descubrir su miembro era cuando se despertaba con una enorme erección. Más de una vez lo había hecho con los calzoncillos empapados. Era entonces cuando se sentía morir de nuevo, llorando mientras se secaba como podía para que nadie se diera cuenta de su debilidad. Aquella madrugada no había sido distinto.

En la puerta de un local de ambiente no muy lejano, Samuel trataba de deshacerse de un nuevo amigo de aquella noche que se empeñaba en que lo acompañara a tomar la última a su casa. No es que le desagradara; de hecho le parecía un chico simpático y agraciado, pero aquella era la primera vez que salía desde hacía un tiempo y aún no se sentía con fuerzas como para probar nada, aunque fuera un encuentro casual.

Había salido empujado por los amigos que ya estaban cansados de verlo tan triste desde el día que conoció y perdió, todo a la vez, a Carlos. Ni él mismo se explicaba cómo podía haber llegado a aquello. A veces se decía que en realidad no había pasado nada, que no era posible, pero muchas otras sólo podía recordar la sonrisa de aquel chico, el calor de sus manos, su mirada profunda, el sabor de su boca virgen y, sobre todo, la complicidad que había surgido en unas pocas horas y que se rompió como una copa de cristal por culpa de unas convicciones férreas y, a su juicio, equivocadas. Incluso estaba convencido de que Carlos seguía pensando en él. No lo había vuelto a ver. No quería. Sólo quería olvidarlo.

El chico de la puerta del bar le echó la mano por el hombro y lo sacó de sus pensamientos.

-¡Venga hombre! Anímate. –Le dijo.

En un arrebato de valor, Samuel lo miró fijamente y le respondió que sí. Ya era hora de romper con el pasado y en todo caso, aquella era una ocasión tan buena como cualquier otra.

-¿Dónde vives? –Preguntó.

-Aquí muy cerca. ¿Vamos?

-Vamos. –Samuel le echó el brazo por encima del hombro y se marcharon.

Por la mañana, Samuel se sentía contento. Había pasado una noche estupenda. Aquel chico, Ramón, había resultado ser una delicia, no sólo en la cama, sino en la forma de tratarlo, con una especie de cariño espontáneo que había despertado en él un sentimiento parecido. Los fantasmas habían empezado a desdibujarse.

Decidieron salir a disfrutar de aquel domingo soleado y después de una agradable sesión de besos, fueron a desayunar a una cafetería de un parque cercano. Allí, bajo un sol placentero y luminoso, hablaron de sus vidas por primera vez y empezaron a conocerse.

-Me gustas mucho. –Soltó de repente Ramón. La cara de Samuel se torció en un gesto de sorpresa y al instante recuperó la sonrisa.

-Y tú a mí. Más de lo que creía. –Le tomó la mano sobre la mesa.

-Anda que si no te insisto ayer…

Samuel rió. Aquel chico tenía algo que lo hacía diferente. La noche anterior le había parecido el típico moscón guapo que se acerca para conseguir sexo, pero en aquel momento ya lo veía de otra manera. No soltó su mano. Ambos se sentían cómodos y relajados y no se iban a dejar llevar por convencionalismos.

Varios chiquillos correteaban riendo por el parque. Algunas parejas paseaban con sus hijos pequeños. En algunos bancos podía encontrar a alguna persona solitaria que leía un periódico o simplemente disfrutaba del agradable sol de la mañana. Samuel lo miraba todo con una alegría distinta. Estaba viviendo aquel momento. No se percató de alguien que se acercaba por la acera.

-Hola Samuel. –Los ojos de Carlos lo miraban entre suplicantes y heridos. Samuel retiró automáticamente su mano de la de Ramón y éste se quedó mirando la escena perplejo.

-Carlos… -Era la última persona que esperaba encontrarse en ese momento.

Carlos fijó su mirada en la de Ramón. Resultaba difícil entender lo que pasaba por su cabeza en aquel momento.

-Supongo que es tu novio, ¿no? –Espetó sin mirar a Samuel.

-Eh… bueno… no. No lo es. Es un buen amigo. –Acertó a contestar confusamente Samuel.

Ramón volvió la mirada hacia su acompañante. Su incomodidad era palpable.

-Supongo que molesto. Si queréis me voy. –Dijo.

Samuel no sabía qué hacer ni qué decir. Sólo podía mirar a Carlos; más delgado que cuando lo conoció y que había clavado su mirada intensa en sus ojos esperando algún tipo de respuesta.

-Me voy. –Ramón se levantó de súbito de la silla. –No quiero andar molestando. Si quieres hablar conmigo ya sabes dónde vivo. Supongo que no es el momento de dejarte el teléfono, aunque no creo que lo quisieras. –Trataba de mantener la dignidad, pero se sentía dolido con aquella escena. Más de lo que los otros dos, absortos el uno en el otro, se podían imaginar. –Nos vemos.

-Ya hablamos Ramón. Lo siento. –Las palabras de Samuel salieron como un susurro con sabor a excusa. Su acompañante de la noche y la mañana se alejó sin decir nada ni mirar atrás.

-¿Por qué? –Fue la única pregunta que consiguió formular Samuel.

-Era tu novio, ¿no es cierto? –Los ojos de Carlos mostraban una mirada entre la rabia y el dolor.

-No. Ya te lo dije. Lo conocí anoche y… bueno, es un gran chico. Mira cómo se ha marchado sin montar un numerito.

Carlos se sentó en el mismo asiento que había quedado vacío un minuto antes.

-¿Has salido con muchos? –Preguntó.

Samuel se llevó las manos a la cabeza como para ayudarse a hacer un gesto de negación. No dijo nada. Carlos mantenía la mirada fija en él.

-Muchos, ¿no es cierto? –Insistió.

-¿Sabes, Carlos? –Samuel levantó la cabeza y le devolvió por primera vez la mirada con serenidad. –Desde aquella noche en que te marchaste no he podido parar de pensar en ti. No he salido apenas y fue justamente ayer cuando me empujaron a hacerlo por la noche y conocí a Ramón. Por primera vez había conseguido olvidarte durante unas horas. ¿Lo entiendes?

-Ramón, Ramón. –Repitió Carlos. -¿Te acostaste con él?

-Sí, claro. Es el primero con el que lo hago desde que te conocí. –Las palabras de Samuel tenían un deje de culpa y excusa. Tenía sentimientos encontrados.

-¿Cómo has podido? –Preguntó Carlos con rabia contenida.

Samuel se revolvió en la silla. Aquello comenzaba a parecerle absurdo.

-Pero ¿qué coño de explicación te tengo que dar yo a ti? ¿No recuerdas lo que ocurrió no hace tanto? ¿Acaso fui yo el que te hizo sentir como un aprovechado? –El tono de la voz iba en aumento. –No, Carlos. Fuiste tú el que me tuvo engañado todo el tiempo con tus líos mentales y ahora vienes aquí a volverme a hacer sentir mal por algo que no te debo. Tú no me querías. Sólo tenías ojos para tu conciencia, ¿no te acuerdas?

-Sí que te quería, Samuel. –Carlos bajó los ojos a la mesa donde reposaban dos cafés a medio terminar. –Te quería y te quiero. Desde aquella noche no he podido quitarte de mi cabeza. Estás en cada cosa que hago. Estás hasta en mis sueños. No consigo olvidar aquel día por más que lo intento. Hasta dejé de asistir a las reuniones. Me resultaba imposible soportar aquello que siempre me había parecido la guía de mi vida. –Samuel estaba atónito. No podía creer lo que estaba oyendo. –Ahora iba a la iglesia para pedir por enésima vez por ti. Ni siquiera he llegado…

Samuel le tomó la mano en un gesto súbito e impensado. Volvió a notar el mismo calor de la primera noche. Carlos miraba de un lado a otro nervioso. Comenzó a temblar.

-Aquí no, por favor. –Sus ojos eran una súplica.

Samuel soltó la mano respetuosamente y lo miró entre triste y ansioso.

-¿Aquí? –Preguntó. -¿Valdría otro sitio o volverías a montar lo mismo que la otra vez?

Carlos apoyó las manos sobre su regazo y le devolvió una mirada cargada de culpabilidad.

-Al menos permíteme que no sea delante de todo el barrio. –Dijo.

-¿Nos vamos? –Samuel comenzaba a excitarse. En su interior se mezclaban todo tipo de ideas y de sensaciones, pero ansiaba con toda su alma volver a besar a Carlos.

-¿Adónde?

-No importa. Fuera del barrio. A un sitio donde podamos hablar a solas. ¿Quieres? –Samuel esperaba tensó la respuesta.

Carlos hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Al levantarse, Samuel miró a Carlos fijamente a los ojos y habló.

-Sólo te pido una cosa.

-¿Qué? –Preguntó intrigado Carlos.

-No intentes convencerme de nada, de verdad. Yo respeto tus creencias, pero tú tienes que respetarme a mí y a ti mismo, ¿de acuerdo?

-De acuerdo. –Respondió mientras se levantaba también. Esta vez fue él el que estrechó su mano y la apretó con fuerza. Durante los dos últimos meses se había debatido entre sus convicciones y sus sentimientos y se había jurado que si volvía a ocurrir algo semejante se dejaría llevar, pero no se atrevió a confesárselo a Samuel.

Ambos caminaron hasta el coche, que los condujo a una playa absolutamente desierta llena de dunas y de arbustos. Se sentaron sobre la arena y se miraron largamente.

-¿Y ahora? ¿Puedo tomarte la mano? –Preguntó Samuel más ansioso que nunca.

Carlos no respondió. Acercó sus labios a los de Samuel y como si fueran imanes, se pegaron unos a otros en un beso delicioso y profundo. Se abrazaron con fuerza y con ternura y se dejaron caer sobre la arena. Pasaron varios minutos hasta que sus bocas se despegaron. Carlos lloraba.

-¿Qué te ocurre? –Preguntó asustado Samuel.

-No lo sé. –Respondió Carlos. –Es todo tan bonito que no puedo creer que esté mal.

-No lo está. –Dijo Samuel.

-Ahora estoy seguro de que lo que siento es amor. Él lo entenderá, ¿verdad? –Los ojos acuosos de Carlos miraban a un Samuel expectante con una mezcla de alegría contenida y súplica. Era difícil saber por qué lloraba.

-Sí, lo entenderá. –Samuel le besó los labios y se volvió a apartar para observar la reacción de aquel chico, que sonrió y le respondió con otro beso.

- Gracias, Samuel. Gracias por entenderme y por respetarme. –Bajó la cabeza durante un momento y al levantarla, lo miró con decisión. –Somos novios, ¿verdad?

Samuel sonrió. Era imposible negarse a unos ojos tan hermosos.

-Supongo que sí… si tú quieres, claro.

-Por supuesto que quiero. –Respondió.

-Yo también. Aquella noche aprendí a quererte sin quererlo y tuve que aprender a olvidarte sin desearlo. No lo conseguí. –Una lágrima recorrió la cara de Samuel.

-Te quiero. –Susurró Carlos.

-Te quiero. –Le respondió Samuel.

Se besaron de nuevo y se deslizaron poco a poco a unos matorrales que los escondían de los ojos de cualquiera que pudiera pasar. Sólo el brillante sol los pudo acariciar mientras hacían el amor por primera vez sobre la mullida yerba seca. Algo había empezado a cambiar.

El último acorde del Agnus Dei quedó suspendido en la pequeña iglesia hasta disolverse en el silencio. El continuo murmullo del público volvió, poco a poco, a resonar. Samuel tenía un inmenso dolor de cabeza. Aquella tarde habría preferido no ir a cantar, pero lo hizo en uno de sus ataques de responsabilidad.

Durante toda la ceremonia se había estado fijando en un chico que en la segunda hilera de bancos prestaba toda la atención a lo que decía el párroco y que cada vez que la coral cantaba una de las partes de la misa, se volvía hacia ella con una mirada de éxtasis. Samuel incluso se atrevería a decir que en algunos momentos la vista de aquel chico se había quedado fija en él.

Cuando el sacerdote despidió a los feligreses, todos los miembros de la coral se bajaron ordenadamente de la tarima y al poco se dispersaron en una conversación trivial. Samuel se alejó hacia la puerta. Sólo tenía ganas de volver a casa. No se encontraba muy bien.

En el pórtico se encontró con aquel chico, que lo miraba fijamente. Él le devolvió la mirada intrigado y se volvió para bajar las escalinatas.

-Me parece precioso lo que hacéis. Es una maravilla. –Le dijo el chico de ojos brillantes y vestido un poco a la antigua, aunque tremendamente pulcro.

Samuel se sorprendió de aquel comentario. Casi no sabía qué decir.

-Muchas gracias…

-Disculpa. –Le cortó el chico. –Te he hablado como si te conociera, pero es que necesitaba decirlo. Me ha gustado muchísimo. Soy Carlos y estoy hecho un maleducado. – Sonrió.

-Encantado Carlos. Yo soy Samuel. Me alegro que te haya gustado tanto. No creas que es fácil preparar tantos temas. –Volvió a mirar a Carlos y notó un brillo especial en sus ojos. Le sorprendía gratamente aquel acercamiento repentino.

-Ya imagino que tiene que ser muy complicado. Suena hermosísimo. Si yo tuviera oído me apuntaría a la coral.

-Hazlo. –Respondió Samuel. –Siempre andamos escasos de gente y no te creas, hay veces que alguien sorprende porque no sabía que tenía oído. Es sólo cuestión de probar.

Carlos rió. Su sonrisa era perfecta y limpia. Sus rasgos delataban a una buena persona; a alguien sencillo y natural.

-Me echarían tal y como abriera la boca .-Dijo. –Mejor me quedo de espectador. Ya sabes, tiene que haber de todo.

Samuel no pudo evitar otra sonrisa y a pesar del dolor de cabeza se atrevió a apostar por algo que no sabía por dónde podría salir.

-¿Quieres un refresco? –Le preguntó. –Me muero de sed y mira, estoy solo…

Carlos quedó estupefacto. Jamás habría creído que un chico como Samuel, de unos 25 años, moreno y de rasgos perfectos, podría invitarlo así como así. Tampoco tenía costumbre de salir ni de relacionarse con otra gente que no fuera la de la universidad o la comunidad.

-Bien… claro, ¿cómo no? –Contestó algo avergonzado. –Así me cuentas más sobre las cosas que hacéis.

Ambos se encaminaron a una pequeña pero coqueta cafetería al otro extremo de la plaza.

Lo que había empezado por una conversación cordial se convirtió en una alegre charla acerca de todo. Samuel descubrió que Carlos pertenecía a un grupo de reunión de la iglesia. Lo llamaba la comunidad, aunque no daba más detalles sobre aquello que llevaba con un cierto orgullo. Carlos no paraba de reír con los chascarrillos de aquel otro chico que le parecía fascinante y de mucha vida. No se parecía a sus compañeros, siempre tan recatados y serios. Incluso llegó a sorprenderse de que Samuel le confesara que era gay. No lo parecía en absoluto y además le resultaba muy arriesgado comentar ese tipo de cosas tan mal vistas en el ambiente en el que se solía mover. Ante eso no tuvo más remedio que tragarse algún sermón aprendido y tratar de seguir como si nada. La conversación duró casi dos horas. El dolor de cabeza de Samuel había desaparecido.

-Mírame. –Dijo Samuel riendo. –En medio de una cafetería en plena tarde y vestido con este absurdo traje aún.

Carlos rió también. Le parecía divertido todo aquello.

-Es cierto. Pero te sienta muy bien. –Al segundo de decir aquello, Carlos se arrepintió. –Quiero decir que es muy elegante. –Continuó casi titubeando.

-¡Anda ya! No seas melón. ¡Es horrible! Parece de mi abuelo.

Carlos volvió a reír. Nunca se había sentido tan cómodo y tan feliz con alguien. Samuel cambió de repente la mirada y lanzó el órdago.

-¿Te importa si voy a casa a cambiarme y quedamos para más tarde?

-Tengo reunión dentro de dos horas y no sé hasta cuándo durará. –Los ojos de Carlos se tornaron tristes.

-Bueno… pues otro día, no pasa nada. –Dijo Samuel quitándole importancia. Tampoco quería influir en lo que hicieran los demás ni iba a ir rogando a nadie.

-Supongo que si falto un día no pasará nada, ¿no? –Preguntó tímidamente Carlos a la espera del beneplácito de su amigo.

-No sé. –Respondió Samuel. –Eso es cosa tuya. Tú sabrás. No quiero ponerte en un compromiso, ya sabes.

-No es ningún compromiso. Nunca falto. No va a pasar nada por no ir un día. Nos vemos luego si de verdad te apetece. –Resolvió decididamente Carlos.

-Perfecto. Quedamos aquí mismo en una hora y media, ¿de acuerdo? Vendré vestido para la ocasión. –Samuel volvía a sonreír.

-De acuerdo. –Respondió Carlos preguntándose que ocasión era aquella y con la duda de cómo tendría que ir vestido él.

Se despidieron y cada uno se marchó por un lado de la plaza. Carlos no vivía muy lejos, pero Samuel tenía que conducir hasta la casa de sus padres donde vivía.

A la hora en punto, Carlos esperaba impaciente en el mismo lugar. Vio aparecer a Samuel por una de las esquinas y se sorprendió de lo distinto que resultaba vestido con ropa de calle. Sus tejanos ajustados y con algunos rotos y su camiseta azul lo hacían parecer más alto y más musculoso de lo que le había dado la impresión sólo hacía un rato. Llegó a la conclusión de que cualquier cosa le sentaba bien.

-Hola Carlos. –Sonrió Samuel. –Ya estoy un poco más cómodo.

-Sí, ya veo. Te sienta muy bien.

-¿Te gusta? –Preguntó descaradamente Samuel.

-Eh… bueno… quiero decir que la ropa es moderna y bonita. –Respondió Carlos con un leve tartamudeo.

-Oye, no quiero ser indiscreto ni nos conocemos desde tanto tiempo, pero me pregunto si tú también entiendes.

-¿Qué? –Carlos estaba perplejo. No comprendía nada.

-Que si entiendes. –Volvió a repetir Samuel con una mirada pícara.

-No sé de qué tengo que entender. Entiendo de algunas cosas… ¿qué quieres decir con eso? –Preguntó inocentemente Carlos.

-A ver… te cambio la pregunta… ¿Eres gay? –Samuel se sentía un poco incómodo por haber soltado aquello, pero ya era demasiado tarde y no quería dar lugar a malos entendidos.

-Samuel, eso no está bien, ya lo sabes. –Respondió evasivamente Carlos. Su mirada contenía un toque de culpa.

Samuel lo miró de hito en hito y habló.

-No te he preguntado si está bien o no. Tampoco te lo he planteado como una cuestión moral. Sólo quería saber si eres como yo, nada más, pero tampoco quiero que te sientas violento. Supongo que si estás conmigo es que no está tan mal, ¿no? Al fin y al cabo tú sabes perfectamente que yo sí entiendo y aun así has aceptado en quedar conmigo. –Samuel trataba de hablar con calma, aunque se sentía un poco disgustado con la situación. –No me contestes si no quieres.

-Samuel, no te lo tomes a mal. Si lo que me preguntas es si tengo novia, la respuesta es no, pero yo no podría estar con un chico. Eso es algo que estaría muy mal. –Se explicó Carlos rodeando el tema de nuevo.

-Bueno, no te preocupes. –Resolvió Samuel. -Haz como si no hubiera preguntado nada. Venga, ¿dónde vamos estos dos chicos? –Forzó una sonrisa aún incómodo por la situación.

Carlos se sintió aliviado; tanto que incluso eligió el lugar adonde irían.

-Bueno, está un poco lejos, pero no hay prisas… supongo. –Se atrevió a añadir.

-No importa. –Dijo Samuel. –Vamos en coche. Venga.

Anduvieron tomando unas copas y luego se desplazaron a un bonito restaurante a la orilla del mar. Apenas había gente. El ambiente entre ellos volvía a ser distendido y divertido. No paraban de reír y de contarse cosas. Ambos se sentían tremendamente bien.

-Samuel, tengo que irme ya a casa o se preguntarán dónde estoy. No he dicho nada y es muy tarde. –La tristeza se reflejaba en los ojos de Carlos al decir algo que no deseaba.

-Entiendo. –Musitó Samuel. –Pagamos y te llevo de vuelta, pero espero que sigamos quedando, ¿eh? –Le guiñó el ojo.

Carlos sonrió y el rubor subió a sus mejillas.

-Pues claro que sí. Mañana mismo si quieres.

-¡Hecho! –Samuel le dio la mano en un inesperado gesto de trato y sintió el calor que irradiaba. Le costó trabajo soltarla.

Una vez ajustadas las cuentas, salieron del restaurante y se encaminaron al coche. Samuel arrancó el motor y ambos partieron hacia la ciudad de nuevo. En el corto camino, el conductor señaló hacia el mar en el que brillaba la luna.

-Es una noche preciosa. Mira cómo se refleja la luna en el agua y mira cuántas estrellas.

Carlos apartó la mirada del rostro de Samuel y observó lo que le indicaba.

-Sí… es todo divino. Un milagro de la creación.

-¿Quieres que paremos un momento? –Preguntó Samuel.

-Sí, claro. –Le respondió su amigo. –Hay cosas que no hay que dejar escapar.

-Tú lo has dicho. –Sonrió pícaramente Samuel.

El coche quedó aparcado al lado de la arena de la playa, pero ninguno de los dos se bajó. Ambos quedaron en silencio mirando el mar. Carlos volvió la cara hacia Samuel y este le devolvió una mirada sin palabras. No hablaron en todo un minuto, hasta que Samuel acercó sus labios a los de Carlos y los besó.

Carlos respondió tímidamente al principio, pero a los pocos segundos abrazó el cuello de Samuel y se apretó más a él. Era su primer beso y sentía cómo se mareaba y perdía el control. Jamás había sentido algo tan maravilloso.

Samuel lo tomó dulcemente y lo reclinó contra el respaldo del asiento mientras comenzaba a acariciar su cuerpo. De repente Carlos se zafó de su propia atadura y se incorporó en el asiento jadeando. Samuel lo miraba atónito.

-¡Esto no está bien! ¿No te das cuenta de lo que estamos haciendo? –Gritó desesperadamente. -¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho?

-¿Qué te pasa, Carlos? –Samuel no salía de su asombro. Temía haberle hecho daño.

-¿Que qué me pasa? Pues está claro, ¿no?

-No, no está claro. –Se atrevió a contestar Samuel. –No entiendo nada, pero si tanto te molesta podemos irnos.

-Por supuesto. Llévame a mi casa, por favor. –Carlos lloraba. –Siempre me he comportado como debía y hoy he hecho algo horrendo. ¿Cómo he podido caer en esto? Al final termino siendo como los demás. ¿De qué me sirve todo en lo que he creído?

-No lo sé, Carlos. –Samuel estaba apesadumbrado y roto. Aquel chico le gustaba demasiado como para que saliera con esas en aquel momento. –No tengo mucha idea de en qué ni en quién crees. Sé que yo creía que contigo podrían ser las cosas muy diferentes y sabía que eras distinto, pero no pensé que me hicieras sentir culpable de esto. Vámonos. –Arrancó el motor y volvió a tomar la carretera.

-Tú no lo entiendes, Samuel. –Dijo Carlos entre sollozos. –No te quise criticar porque me gustabas como persona o no sé cómo. Ayer habría dicho que ibas por el camino erróneo. Hoy sólo puedo decir que me he equivocado yo. No te juzgo…

-¡Faltaría más! –Lo cortó irritado Samuel.

-Quiero decir que sé que tú no tienes consciencia de lo que haces, pero yo sí, y la he perdido. Perdí la consciencia y me despertó la conciencia.

-Estás muy equivocado, Carlos. –La irritación de Samuel iba en aumento. Cualquiera que lo conociera un poco sabría que cuando hablaba con tanta suavidad podía llegar a ser muy duro. –Si crees que no tengo consciencia ni conciencia es tu parecer. En ningún momento me han parecido mal tus creencias y las habría aceptado con todas sus consecuencias, incluso renunciando a ti, pero no trates de ponerme en la picota. Cree en lo que quieras. Haz lo que te dé la gana, pero ni se te ocurra ponerme en tela de juicio. ¡Por favor! Pero si hasta fuiste tú el que te acercaste y yo he sido honesto y respetuoso contigo todo el tiempo. ¿De qué vas? ¿Qué buscas? Si quieres vivir atormentado entre lo que crees y lo que quieres eres muy libre, pero de verdad, Carlos, no vayas jodiendo a los demás. Ya tenemos bastante.

El coche paró en la calle contigua a la plaza. Carlos se apresuró a quitarse el cinturón y se dirigió de nuevo a Samuel.

-Siempre me han avisado que había que tener cuidado con los lobos con piel de cordero. Al final siempre termina uno engañado.

-¿Qué? –Samuel gritó. –Lárgate de aquí, hipócrita de cerebro lavado. Haz memoria y piensa cuántas cosas te he pedido y en cuántas te he engañado y te darás cuenta de que el único que ha mentido, incluyéndose a sí mismo, has sido tú. Ahora si no te importa, bájate de mi coche. –La última frase fue pronunciada con suavidad y cierto toque de cinismo.

-Yo de verdad que lo siento. No quería decir eso. Es culpa mía por ceder a los instintos. –Se disculpó Carlos.

-Vale perfecto. –Samuel se había convertido en un témpano de hielo. –Y ahora ¿te importa mucho apearte del vehículo? –Pronunció lenta y perfectamente, marcando cada palabra como si el oyente no entendiera bien su idioma.

Carlos se bajó del coche y antes de cerrar la puerta volvió a dirigirse a Samuel.

-¿Nos volveremos a ver? Podemos ser muy buenos amigos…

Samuel lo miró fijamente.

-Ni loco, chico. Adiós.

La puerta se cerró y Carlos se marchó lentamente. Una vez fuera de la vista, Samuel apoyó la cabeza sobre el volante y comenzó a sollozar. Al otro lado de la esquina, el otro chico lo miraba con los ojos también bañados en lágrimas.

Los viejos temas de Steely Dan sonaban en los altavoces del ordenador. Los dos gatos dormían plácidamente en la cama. La luz del verano se colaba tamizada a través de las persianas de la habitación. Era una tarde cualquiera de un día igual que cualquier otro. Daniel miraba abstraído la enorme lista de amigos de messenger que había obtenido después de tantos mensajes en una página de contactos. Aquel día había uno nuevo. Uno que parecía como cualquier otro también.

El sonido de la ventana de messenger al abrirse despertó a Daniel de su letargo. Precisamente era aquel mismo nuevo contacto el que le hablaba. Se restregó los ojos y se apresuró a contestar.

La conversación fue entretenida. No hubo las típicas preguntas indiscretas que tanto molestaban a Daniel. Tampoco insinuaciones ni ataques directos. Todo fue como la seda hasta que Jose, su nuevo amigo, tuvo que marcharse a hacer unos recados. Quedaron en hablar para más tarde.

Daniel sabía de sobra que nunca podía fiarse de las apariencias, pero algo en la manera de expresarse en Jose le dio ganas de volver a comunicarse con él y se quedó delante de la pantalla esperando su vuelta. No tardó mucho.

Los dos vivían en la misma ciudad y por alguna razón que Daniel no entendía muy bien, aceptó en quedar esa misma noche con el otro chico para tomar algo y conocerse mejor, aunque dejó muy claro que lo hacía sin pretensiones, que no quería nada de momento y que quedaban como amigos. Jose aceptó sin poner impedimentos.

En la cafetería, Daniel aporreaba nervioso con los dedos sobre la mesa de la terraza a la espera de su nuevo amigo. Si había algo que odiaba era estar sentado en un lugar público solo y sin saber qué hacer. Eso lo hacía sentirse tonto. Ya pasaban diez minutos de la hora de la cita y Jose seguía sin llegar. Estaba a punto de levantarse y marcharse sin más.

Una mano se posó en su hombro. Daniel casi gritó del susto.

-¿Daniel? –La sonrisa de Jose era deslumbrante. –Perdona el retraso. Perdí el autobús y tuve que esperar al siguiente.

-No pasa nada. –Titubeó Daniel. –Bueno, supongo que eres Jose.

Jose sonrió y le estrechó la mano.

-Así es. ¿Qué estás tomando?

Daniel le mostró su bebida y Jose pidió lo mismo. Comenzaron a charlar y en unos minutos se encontraban totalmente distendidos. Jose, un chico de pelo castaño y ojos de un verde profundo, tenía un don natural para conversar y hacer sentir cómodo a su interlocutor. Su sonrisa era devastadora y su forma de hablar, rápida, alegre y casi despreocupada, dejaron en pocos minutos sin armas a un Daniel, que, sin darse apenas cuenta, se adaptó a su nuevo amigo. De alguna manera le daba miedo tanta naturalidad.

Dos horas más tarde seguían en el mismo lugar, a punto de cerrar. Los camareros recogían las últimas mesas y ellos ralentizaron la conversación nerviosos a la espera de lo que vendría después. Pagaron, se levantaron de las mesas y comenzaron a caminar sin saber muy bien a dónde iban. Ninguno de los dos se quería separar del otro ni tomar una decisión. La charla tan distendida se había convertido en un silencio algo incómodo. Jose volvió a tomar las riendas.

-¿Una copa en casa? –dijo.

Daniel se debatía entre sus férreas convicciones y el deseo tan enorme de estar a solas con él.

-Está bien. –Fue lo único que contestó.

-Vivo un poco lejos. –Admitió Jose con una sonrisa pícara en los ojos. –De todas maneras ahora no hay prisas, ¿no?

-No, Jose… da igual. –Daniel se sentía hipnotizado por aquella mirada; tanto que no se dio cuenta de lo largo del camino.

En la casa, Jose sirvió dos copas y le ofreció un brindis a Daniel. Bebieron un sorbo y se besaron. No fue un beso largo ni corto. Fue un beso intenso, lleno del aroma a sándalo que invadía la casa. Daniel notó como la vida fluía por sus venas a la vez que se sentía desvanecer. Todo en Jose era una contradicción. Una contradicción maravillosa.

Se desnudaron con un deseo desmedido, casi arrancando cada prenda de los dos cuerpos ardientes. Ya no había palabras, sólo algunos murmullos y un frenesí descarnado por descubrirse el uno al otro mientras seguía sonando la sinfonía de besos y de caricias. Cada cosa nueva que descubrían era una bella sorpresa. Daniel acertó a besar primero el pene de Jose, erguido y duro. Se lo metió en la boca y lo lamió con tantas ganas que Jose no pudo evitar gemir con fuerza. No hubo apenas pausas. Se recorrieron enteros sin dejar nada de lado. Se hicieron el amor de una manera que Daniel jamás había sentido. No había nada nuevo y sin embargo, todo era absolutamente distinto a lo vivido anteriormente. Aquello era hacer el amor. Aquello era ser feliz. Los dos orgasmos seguidos fueron tan intensos que ambos quedaron exhaustos sobre el sofá. Se siguieron besando, cansados, y se abrazaron con fuerza. Ninguno de los dos se quería separar del otro en aquel momento. No lo hicieron.

A la mañana siguiente, muy temprano, Jose despertó a Daniel con un beso en los ojos.

-¿Qué hora es? –Preguntó Daniel confuso mientras contemplaba la hermosa mirada de Jose.

-Perdona, Daniel, son las siete de la mañana, pero tengo que salir a trabajar. Tendría que habértelo dicho ayer, pero creo que estábamos en otra cosa. –Sonrió.

-Dame cinco minutos, me visto y me voy. ¿Te parece? –Pidió Daniel.

-Por supuesto, hombre. Yo salgo en unos diez minutos. No puedo llegar tarde.

Daniel miró a los ojos a Jose antes de hacerle la pregunta.

-¿Nos veremos hoy?

-Luego te llamo. –Respondió Jose algo evasivo. –No sé a qué hora voy a terminar.

-Está bien. –Dijo Daniel algo decepcionado y sin saber por qué. Le sonaba a excusa.

Jose le tomó la cara con una mano y lo besó con apasionamiento.

-No te preocupes, chico. Luego hablamos y vemos lo que podemos hacer. Todo ha sido maravilloso.

Daniel sonrió. En lo profundo de sus ojos se notaba una suerte de tristeza que no acababa de entender ni él mismo.

Ya en la calle se separaron con un apretón de manos y la promesa de comunicarse por la tarde. Daniel tomó el camino a casa absorto en sus propios pensamientos. Se sentía demasiado confuso.

A las ocho de la tarde no podía más. No paraba de mirar el teléfono, que seguía mudo. Tampoco se atrevía a llamar a Jose. Era demasiado prudente para ese tipo de cosas y tenía la promesa de él de llamarlo. De todas maneras estaba demasiado inquieto para mantenerse quieto en su habitación y salió a pasear.

Una hora después caminaba sin rumbo por un centro comercial al que había llegado no sabía cómo. Llevaba el teléfono en la mano para no perder ninguna llamada, pero no había sonado aún. Ni tan siquiera entendía cómo podía estar tan absorbido por alguien a quien había conocido tan sólo un día antes, pero así era. No podía parar de pensar en Jose. Empezaba a dudar de si eso era amor.

Quedó petrificado cuando en la esquina de un bar descubrió a Jose abrazado a una chica morena, delgada y de rasgos delicados. Ella lo agarraba con fuerza y él le acariciaba el pelo y le dio un corto beso en los labios. No podía creer lo que estaba viendo: el mismo hombre que la noche anterior se le había entregado en cuerpo y alma estaba en aquel momento con una chica como si no hubiera pasado nada. Se acercó para cerciorarse. Era demasiado increíble como para ser cierto. Jose levantó la mirada y lo vio. Su piel mudó de color.

Daniel se quedó inmóvil durante unos segundos y luego dio la vuelta y se marchó presuroso con lágrimas en los ojos. No era la primera vez que lo engañaban. Justamente por eso era siempre tan cauteloso, pero esta vez era peor. Esta vez se sintió doblemente traicionado a pesar de haber roto sus propias normas.

Casi salía del centro comercial cuando Jose dejó a la chica sentada en aquel bar y se dirigió rápidamente en busca de Daniel. Ella lo comprendía todo. Lloraba desconsolada después de la conversación que había mantenido con Jose durante más de dos horas y de la escena que se presentó de repente. Aquel era el chico de la noche anterior. Aquel era el Jose que se había desnudado sólo hacía un rato.

En la calle, Daniel continuaba llorando cada vez más y apretaba el paso para alejarse de aquella imagen tortuosa. Comenzó a cruzar la carretera cuando oyó la voz de Jose llamarlo. Se volvió y lo vio en la puerta del centro comercial haciéndole gestos para que se acercara. No pudo apreciar su repentina cara de pánico. Tampoco pudo ver el coche que lo arrolló y lo sumió en la más profunda oscuridad después de oír el golpe seco de su cabeza contra el pavimento.

Jose corrió desesperado hacia el cuerpo que yacía inerte en la carretera y empujó a todos los que se empezaban a congregar alrededor. Oyó como alguien avisaba por teléfono a los servicios de emergencias mientras se agachaba hacia Daniel, que aún respiraba, a pesar de la sangre que empapaba toda su cara y corría en hilillos desde sus oídos.

-¡Daniel! ¡Por favor, di algo! –Gritó Jose desesperado. Casi sentía como la vida se escapaba de aquel cuerpo inerte.

Los ojos de Daniel se abrieron pesadamente. Lo miró extrañado.

-¿Por qué? –Fue lo único que consiguió susurrar.

-No es lo que parece, Daniel. Déjame que te explique, por favor. Déjame que te lo cuente. –La voz de Jose, más alta de lo normal, temblaba, al igual que sus manos, que tomaron las manos de Daniel. La gente miraba extrañada la escena.

Daniel hizo un esfuerzo por hablar, pero un hilo de sangre salió por su boca y tosió con un gesto de dolor que parecía inhumano. Sus ojos se volvieron a cerrar.

La ambulancia llegó y rápidamente se bajó el personal de emergencias, despejando toda la zona de alrededor para empezar a actuar sobre el herido. Jose, apartado por ellos, intentaba hacerle llegar inútilmente su mensaje a Daniel. Esperaba impaciente a que los profesionales lo atendieran para poder volver a acercarse a él.

Con un collarín, un montón de gasas y apósitos sobre su cara y una vía endovenosa en su brazo, subieron a Daniel a la camilla para evacuarlo al hospital más cercano. Fue entonces cuando Jose se acercó al herido y le habló. Los profesionales del servicio de emergencias intentaron apartarlo, pero él les explicó que estaban juntos cuando ocurrió el accidente.

-Daniel, llevaba tres años con ella y hoy quedamos porque después de lo de ayer decidí que no podía seguir llevando la vida que llevaba, que quería estar contigo, pero no era fácil explicárselo ni quería ser cruel con ella. Sé que tardé más de lo que pensabas en llamarte, pero entiéndeme que no era algo sencillo. Quería estar contigo. Eso era todo.

Los ojos de Daniel seguían cerrados. No daba señales de haber entendido lo que le había dicho Jose. La camilla subió en la ambulancia y ésta se alejó sorteando el tráfico y dejando a Jose de rodillas lloroso sobre el asfalto. La mano de la chica se posó comprensiva sobre su hombro, mientras la vida de Daniel se escapaba camino del hospital.

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