NOTA:

Esta entrada no es un relato con principio y fin. Tampoco es una justificación ni el desenlace de ninguno anterior, pero quizás no tenga todo el sentido sin el último que dejé aquí escrito, aunque en sí no sea una continuación. No hay mucho más que decir. Lo dejo aquí más bien como el derecho a expresarse de un personaje que quedó mudo y al que le debo la mitad de una historia. Habla él...

Queridísimo David,

No sabes cuánto dolor, cuánta desesperación, cuánta rabia he sufrido en estos últimos meses por no saber nada de ti. Te escribía todos los días; a veces incluso más de una carta y jamás recibí una contestación tuya. Lo intenté achacar a que no tenías peculio, a que por alguna razón no te llegaban, a que estabas triste, no sé… sólo quiero que te imagines el vacío que sentía cada día cuando llegaba el correo y no había nada para mí. Me levantaba con la ilusión de recibir tus palabras porque sabía que sólo ellas me darían fuerzas para seguir con esta condena de soledad sin ti. Qué poco tiempo tardamos en formar parte el uno del otro y qué amarga la repentina separación. No te puedes imaginar cuánto te he extrañado. No puedo contártelo con palabras.

¿Te acuerdas del primer día? Me preguntaste si iba a dormir la siesta y te contesté que le iba a escribir a mi novia. Fue la única vez que te mentí. Nunca tuve novia. Lo dije para ver cómo reaccionabas y al ver en tus ojos la desilusión supe desde ese mismo instante que seríamos el uno del otro. Lo percibí en tu mirada y no pude más que abrirte el corazón. Sé que tú también lo hiciste. Contigo viví el mes y medio más intenso y más bello de mi vida. Ahora, en la distancia que nos separa, sé que jamás me olvidaré de ti. Fuiste mi hombre, mi amor, la razón por la que me despertaba cada día y por la que no me quería dormir cada noche. Dormir abrazado a ti era otra forma de hacer el amor contigo. No había barreras ni límites. Eras pura piel y corazón. No sabes cómo duele saber que no estarás más a mi lado.

Quizás te preguntes por qué te escribo ahora, varios meses después de haber perdido todo el contacto contigo. Ya, ya sé que al cabo de las semanas dejé de enviarte cartas tan a menudo y poco a poco perdí la esperanza. No sabía qué pensar porque estaba seguro de que me amabas y que tenías alguna razón para no dedicarme unas palabras. Pensé que me querías tanto… estaba tan seguro… que preferiste cortar de repente algo que sabías que no tenía futuro. Era casi lógico. Y ahora vuelvo a dedicarte la que seguramente sea mi última carta. La razón es que al fin he obtenido la libertad. Me rebajaron la pena y salí 3 años antes de lo que me esperaba. También en eso tuve suerte cuando estuve en tu centro para aquel juicio.

¿Sabes? La mañana que me comunicaron que quedaba en libertad fue en ti en lo primero que pensé y decidí ir a verte tal y como lo arreglara todo. Lo hice cuatro días después. Tomé un tren y bajé al sur. Tenía que hablar contigo, tenía que verte, tenía que decirte que te iba a esperar todo el tiempo del mundo y que me trasladaría a tu ciudad para poder ir a visitarte cada semana. Estaba convencido de que aquello te daría fuerzas e ilusión para enfrentarte al tiempo que te quedaba de espera.

Cuando llegué y pregunté por ti nadie me quiso responder. Sólo me dijeron que ya no estabas allí. Casi enloquezco. Insistí para tratar de adivinar a qué centro te habían trasladado y ya, hartos de mí, me comunicaron que no estabas en prisión y que no podían darme más información sobre ti.

No fue tan difícil encontrarte por tus datos. Tu familia me acompañó gentilmente a donde estabas y me contó lo que había ocurrido. Cuando vieron mis ojos delante de tu tumba se marcharon en silencio. Sólo tu madre, que lloraba quedamente, apoyó su mano sobre mi hombro y antes de que se alejara en aquella tarde fría de otoño, llegué a acariciar sus dedos como algo que formaba de algún modo parte del David vivo que conocí.

Caí ante tu lápida. Tu nombre, medio oculto por la hojarasca y la tierra que arrastraba el viento, me hizo rememorar todos los momentos, los maravillosos y los amargos, que había vivido desde aquel día en que te vi por primera vez. Y fue entonces cuando rompí a llorar. Me viste, ¿verdad? Justo allí y entonces, mientras acariciaba la fría losa, supe que estabas a mi lado; sentí tu presencia cerca de mí como tendría que haberla sentido todos esos meses atrás. Te habías ido, pero no te habías marchado del todo. Me estabas esperando porque sabías que volvería.

Ni siquiera te llevé flores. Pasé a tu lado toda la tarde hasta que la noche cayó y luego me fui del cementerio arrastrando los pies, como el alma en pena que era. Desde entonces no he vuelto a visitarte. No puedo, David, lo siento. Es más fuerte que yo. Me he quedado cerca de ti con la esperanza vana de no perderte del todo, pero es demasiado duro volverte a ver de ese modo sabiendo que eras una persona llena de vida y de amor.

He tardado muchos días en recobrar fuerzas para poderte escribir esta carta. No es una despedida. No me podría despedir de ti porque aún lo sigues siendo todo. Ni tan siquiera sé si lo que hiciste fue por mí o por ti… no lo sé, cariño… ni si fue un acto de valor o de cobardía. ¿Qué más da ya? Sólo me importa que te quitaste la vida por nuestra separación y que no soy nadie para juzgarlo, pero cuánto duele, qué insoportable es saber que no estarás aquí mañana ni dentro de seis años, qué duro es intentar no sentirse culpable de la desaparición del ser más maravilloso que he conocido. Hasta en eso te excediste cuando te quitaste la vida a pocos metros de donde yo aguardaba desesperado una partida que iba a significar mucho más que distancia.

No hubo tiempo de despedidas, por eso te escribo ahora. No te estoy diciendo adiós, lo sabes. Me quedo cerca de ti, pero no a tu lado. Quizás sería valiente o cobarde, no lo sé, si tomara tu misma decisión, pero no lo haré. Me resignaré a vivir siempre a tu lado pero sin ti. Ni siquiera puedo soportar la idea de pensar que algún día quizás encuentre a alguien y de algún modo sea feliz. Ahora no puedo concebir eso, pero sé que la vida fluye y se abre camino. Tú elegiste el tuyo y entiendo que formaba parte del mío. Así será por ahora. Sé que tendría que odiarte por lo que hiciste, pero te echo tanto de menos… Estoy pagando el precio de tu desmesurado acto de amor, pero no te lo echaré en cara. Tú, quizás desesperado y roto, ya pagaste otro precio distinto y cruel. 

Cualquiera de estos días me atreveré a acercarme a donde yaces y te dejaré esta carta para que la leas. Creo que la quemaré sobre tu lápida. Que sea el mismo fuego que nos consumió el que te haga llegar mis sentimientos.

Perdona si te he hecho sentir triste. Sé que estás en algún sitio cerca de aquí. Sé que me miras. No puedo quitarme esa idea de la cabeza. No quiero. 

Siempre te querré. Siempre.

Julio.

    Tumbado en la litera, David oía el sonido rítmico que hacía su nuevo compañero de celda, un joven de unos veinticinco años llamado Julio que había llegado aquel mismo día desde otro centro penitenciario al norte del país. No cabía duda de que se estaba masturbando. David aguzó el oído para no perderse detalle y sonrió cuando escuchó el leve jadeo de su compañero que, al poco tiempo se había quedado dormido.

            Julio era atractivo. No precisamente guapo, pero tenía unos rasgos muy masculinos y unos ojos casi negros de mirada tan seria y penetrante que habían causado impresión a David desde el primer momento en que lo vio. Le asignaron su misma celda y él, aunque nervioso por su forma de mirar, se sintió feliz de poder intentar algo con él. Al fin y al cabo llevaba ya en la cárcel más de un año y sus compañeros siempre le habían resultado toscos y poco agraciados. Nunca había tenido el más mínimo roce con ninguno de ellos a pesar de su oculta homosexualidad.

            A la mañana siguiente, ambos se levantaron a la vez a la hora del recuento. Conocían perfectamente las normas y todo estaba en orden. Poco después bajaron a desayunar juntos. Julio no hablaba. David, con torpeza, intentó entablar conversación.

-¿De dónde vienes? Llegaste ayer en la conducción de los jueves, ¿no? Siempre es el mismo día…

-Llegué ayer de Lugo Monterroso –contestó secamente Julio- Han sido varios días de traslado parando en otros talegos. Un verdadero coñazo.

-¿Sí? –David no sabía cómo continuar la charla. Estaba demasiado absorto mirando aquellos ojos profundos y percantándose por primera vez del dulce acento gallego de Julio. –Nunca me han movido de este centro. Soy de aquí.

-Qué suerte. –Esta vez Julio le devolvió la mirada- Venga, vamos a comer algo y luego nos contamos. Estoy hambriento después de tanto movimiento.

David no pudo evitar recordar el “movimiento” de la noche anterior y sonrió. Las cosas no podían ir mejor.

Pasaron toda la mañana juntos, sin hacer caso a los demás. Algunos intentaron acercarse a Julio para tantear si traía algo o tenía pastillas, pero no tuvieron éxito. Julio no tenía nada que ver con el mundo de las drogas, como ocurría con David, en el que desde hacía mucho tiempo nadie tenía interés.

La conversación fue derivando a temas más personales y poco a poco se fue creando un ambiente distendido y cordial entre los dos. A veces incluso reían. David no veía el momento en el que, después de comer, volverían a la celda a estar juntos y solos hasta las cinco de la tarde. Nunca habría imaginado que esas horas, que siempre le habían parecido eternas, se fueran a convertir en algo deseado. Y llegaron. El mecanismo de las puertas se cerró tras el aviso y quedaron los dos en el chabolo, como se decía allí, solos y sin miradas ni oídos ajenos. Era el momento que David había esperado durante toda la mañana.

-¿Vas a dormir? –Preguntó David algo inquieto.

-No. –dijo Julio- Creo que le voy a escribir una carta a mi novia a ver si viene a verme a un vis a vis. Hace ya más de un mes que no follo.

A David se le cayó el alma a los pies. Era lo último que esperaba. Aquel chico tenía novia y no habría manera de llegar a él. Todas sus ilusiones se diluyeron en aquella frase.

-Entiendo… -acertó a contestar. –Bueno… -David casi balbuceaba.- Al fin y al cabo un mes no es tanto. Yo hace más de un año y mírame.

-¿Un año? Vaya… tienes que estar cargadito –rió Julio- Eso tiene solución.

-¿Sí? ¿Cuál? –Preguntó David confundido.

-Ven aquí, tontito. –La mirada pícara de Julio desarmó a David, que se acercó sin saber qué le esperaba.

Julio lo tomó de la cintura y le bajó los pantalones sin ningún esfuerzo. Tocó su miembro a través de los calzoncillos. David temblaba. En pocos minutos eran un ovillo de cuerpos desnudos llenos de besos y caricias por todos los rincones. Poco antes de las cinco estaban de nuevo vestidos y preparados para volver a salir al patio.

-Creo que dejaré lo de la carta para más adelante. –Dijo Julio- De hecho creo que no la voy a escribir.

David sonrió.

Los días pasaban rápidamente. El torbellino de la primera tarde se fue convirtiendo en vendaval a marcha forzada. Cada momento de intimidad era un puro goce y cuando estaban entre la gente se buscaban con los ojos. Ya habían aprendido a encontrarse. David pensaba que estar en prisión en aquel momento era lo mejor que le podía pasar. ¿Quién lo habría dicho en todo el tiempo anterior en que cada minuto era un día de espera y de vacío? Tenía todo lo que podía desear cuando estaba entre la gente y vivía, sí, vivía con la persona a la que amaba. No podía ser más maravilloso.

Algunas mañanas Julio era llevado de diligencias para declarar en un juicio. Esas horas en las que estaba fuera se convertían en un suplicio para David.

-Ya sabes que tengo una causa pendiente aquí; por eso me trajeron. –Le había explicado Julio.

David lo comprendía perfectamente. Sabía cómo funcionaba aquello. Ya tenía experiencia después del año largo vivido en la prisión.

Nunca nadie supo de su relación. Los demás internos apenas si les hablaban. Siempre andaban juntos, como una pareja. Tampoco era tan raro. Al fin y al cabo vivían en un medio en el que todos se movían por afinidades o por intereses.

Una tarde se estaban besando en la cama de abajo cuando se abrió la ventanilla corrediza de la puerta de la celda. El rostro de un funcionario desconocido apareció tras el cristal. Llamó a Julio sin darle importancia a lo que estaba ocurriendo en la cama.

-Prepare sus pertenencias. Mañana sale de conducción. A las siete será trasladado al módulo de ingresos para salir por la mañana.

David oyó las palabras del funcionario como el que escucha su propia sentencia de muerte. No pudo evitar saltar de la cama y acercarse corriendo a la puerta.

-¿Cómo? ¿Dónde se lo llevan? –Preguntó casi gritando.

-Esto no es con usted. –Contestó el funcionario fríamente a punto de cerrar de nuevo la ventanilla.

-¿Dónde? –Musitó Julio. –Conmigo sí que va.

El funcionario fijó la mirada en él durante unos segundos y después miró el papel que tenía entre las manos. –A Lugo. No se olvide. A las siete lo llevarán a ingresos. Prepárelo todo.

La ventanilla se cerró con un golpe que retumbó en la cabeza de David como si fuera una bomba y se volvieron el uno hacia el otro. El abrazo fue intenso, enorme, eterno. No podían parar de llorar.

A las cinco se volvieron a abrir las puertas. David intentó quedarse a ayudar a Julio a preparar las cosas, pero fue obligado a bajar. Sin tratar de ocultar su llanto se quedó junto a la puerta de salida del módulo. Sabía que Julio tendría que pasar por allí antes de que se lo llevaran. Incluso algunos internos y funcionarios se le acercaron para preguntarle qué le pasaba, pero él les decía que nada, que era un mal momento y que se le pasaría.

A las siete y diez, Julio bajó acompañado de dos funcionarios con una gran bolsa a sus espaldas. Al pasar junto a David se detuvo con los ojos empañados.

-Sé fuerte, niño querido. –Le susurró. –Te escribiré en cuanto llegue. Ya sabes que te quiero. –Era la primera vez que le decía eso.

David lo abrazó con tanta fuerza que días después Julio seguiría con la marca de sus dedos sobre su espalda. Él le devolvió el abrazo con más ternura de la que solía demostrar en público. Las puertas se abrieron y Julio salió por ellas. David lo vio alejarse y vislumbró de nuevo, como solía hacer no tanto tiempo atrás, los seis años que le quedaban de condena. Ahora sí sabría lo que era pagar prisión. Ahora conocería la verdadera soledad y el dolor. Julio le había pedido que fuera fuerte. Él no lo era.

A la mañana siguiente, a las ocho, justo una hora después de que saliera el autobús que conducía a Julio al norte, encontraron el cuerpo de David colgando absurdamente, como un muñeco de trapo, de una sábana amarrada a los barrotes de la ventana. Había intentado ahorcarse, pero había muerto de ahogamiento. Nadie pudo hacer nada por salvarlo. Hacía ya varias horas que había huido cuando lo hallaron.

Las cartas de Julio nunca obtuvieron respuesta.

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